Wasabi (fragmento)Alan Pauls
Wasabi (fragmento)

"A fuerza de vigilar las ventanas del cuarto piso, un dolor agudo, como un pinchazo, se me había alojado en la base de la nuca, en el punto exacto donde el extremo del quiste ejercía su presión cada vez que levantaba la cabeza. (Tres tentativas telefónicas me habían demostrado que esa vigilancia era mi única alternativa; las tres veces contestó una mujer extranjera, y sólo al cabo de la tercera, después de cepillar la maleza malhumorada de su acento, logré comprender que Klossowski estaba fuera de París. La Bachelarde ya me había prevenido: la primera muralla que separaba a Klossowski del mundo no era Roberte; era la mucama portuguesa. Roberte la había adoctrinado con tanta devoción que su discípula empezaba a despertarle celos). Esperé, esperé. Caía una noche áspera, sin ruidos. Una pequeña motocicleta amarilla estacionó, subiéndose a la vereda, ante la puerta; vestido con un overol azul, el conductor bajó de un salto, caminó en cámara rápida, hizo sonar un timbre inaudible. Entreabriendo apenas la puerta, el portero recibió dos paquetes y un mazo de cartas. Un resplandor débil brilló en las ventanas del cuarto piso. Casi al mismo tiempo, como si algo me hubiese delatado, los dos hombres se volvieron hacia mí cuando empezaba a cruzar la calle. Sofocado, abrí los ojos. El departamento del portero era un calefaccionado bazar de baratijas. Animalitos de porcelana, afiches turísticos, jarrones de cristal tallado, un almanaque del Salon du Livre (probable propina de Klossowski) arrinconado por retratos familiares, un falso hogar de leños que la llama del gas ennegrecía. El portero llenó una copa con un líquido transparente y la empujó hacia mí. (No, no donaría mis huellas digitales al bazar). En la pieza vecina sonó un teléfono. Mi anfitrión se levantó a atender. Las cartas estaban sobre la mesa, junto a la copa. Dos eran para Klossowski; tenían membretes de galerías de arte. Me incorporé con cuidado, di unos pasos hacia la puerta creyendo que levitaba. El parquet emitió un largo crujido de protesta. Abrí la puerta, corrí escaleras arriba mientras el portero aullaba a mis espaldas. Corría casi a ciegas (después de un parpadeo premonitorio, la luz de la escalera se había apagado con un ruido seco, soltando un enjambre de luciérnagas que bailotearon alrededor de mi cabeza), guiado apenas por el vértigo de esa espiral y por los pasos macizos de mi perseguidor. Entre el segundo piso y el tercero algo me hizo trastabillar. Fue el primer golpe de una serie (un escalón, un golpe: así era la métrica de ese penoso estribillo de percusiones), y la serie recién acabaría en el descanso del tercer piso, cuando una drástica bolsa de arena abortó definitivamente mi carrera. ¿Por qué esa ciudad ensoberbecida de siglos seguía autorizando remodelaciones? Quise incorporarme; el portero ya se lanzaba sobre mí.
Creí ver a Bouthemy en la calle. Vi a un hombre que bajaba de un taxi, hundía al unísono los dos zapatos en un charco de agua y subía a otro taxi que avanzaba en sentido contrario. Tenía, de Bouthemy, el gabán raído y lleno de arrugas, tenía la costumbre de levantarle las solapas y mantener desabrochados los botones, como si aceptara sólo a medias defenderse del viento y de la lluvia. También de Bouthemy eran la barba, el pelo ralo y revuelto, el cigarrillo apagado entre dos dedos y la postura del cuerpo al atravesar la distancia entre un taxi y otro: un poco perfilado, con la destreza de quien está acostumbrado a deslizarse todo el tiempo entre las personas y las cosas. No me oyó gritarle; ni siquiera volvió la cabeza cuando me puse a la par del taxi y le golpeé la ventanilla. A través del vidrio, aumentado por cientos de gotas que eran como lupas, la mano y el cigarrillo dibujaron un gesto imperativo; las gomas, casi sin ruido, patinaron sobre una alfombra de agua, y el taxi arrancó. "



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