Campo Santo (fragmento)W. G. Sebald
Campo Santo (fragmento)

"En la estación de Múnich, desde cuya explanada se podían ver grandes montones de escombros y ruinas, me sentí mal y tuve que vomitar en una de aquellas «cabinas», de las que Kafka escribe que Max y él se lavaron en ellas las manos y la cara, antes de subir al tren nocturno que, pasando por Kaufering, Buchloe, Kaufbeuren, Kempten e Immenstadt a través de los oscuros Prealpes, iba hasta Lindau, donde se cantaba en los andenes mucho después de la medianoche, escena que conozco muy bien, porque por la estación de Lindau deambulan siempre excursionistas borrachos. De igual modo, en St. Gallen, «la impresión de esas casas erguidas e independientes, que no forman calles» y ascienden por las pendientes como en alguno de los cuadros de Krumau pintados por Egon Schiele, corresponde exactamente a un decorado bajo el que viví durante un año. En general, las observaciones de Kafka sobre el paisaje suizo y las «orillas oscuras, accidentadas y boscosas del lago de Zug» (y qué pocas veces deja de escribir sobre esas cosas) me recuerdan mis excursiones de niño a Suiza, por ejemplo una de un día de duración que hice en 1952 desde S. en autobús, pasando por Bregenz, St. Gallen y Zúrich, a lo largo del Walensee y por el valle del Rin de nuevo a casa. En aquella época había por Suiza relativamente pocos vehículos y, como muchos de ellos eran limusinas norteamericanas —Chevrolets, Pontiacs y Oldsmobiles—, creí por ello realmente que nos encontrábamos en otro país muy distinto, casi utópico, algo así como cuando Kafka, al contemplar un cutter aduanero en el lago Maggiore, tuvo que pensar en el viaje del capitán Nemo por el mundo solar.
En Milán, donde hace quince años tuve algunas aventuras extrañas, Max y Franz (los dos parecen casi una pareja inventada por el propio Franz) deciden ir a París, a causa del cólera que se ha declarado en Italia. En una mesita de un café de la plaza de la catedral hablan de la muerte aparente y la punción en el corazón…, una obsesión especial, evidentemente, en el imperio de los Habsburgo, entonces esclerótico, que llevaba decenios sumido en una especie de vida después de la muerte. Mahler, señala Kafka, pidió también que le hicieran esa punción. Había muerto sólo unos meses antes, el 18 de mayo, en el sanatorio de Löw, cuando estalló una tormenta sobre la ciudad, lo mismo que en la hora de la muerte de Beethoven.
Abierto ante mí tengo ahora un álbum publicado no hace mucho de fotografías de Mahler. Se le puede ver sentado en la cubierta de un transatlántico, paseando por los alrededores de su casa en Toblach y en la playa de Zandvoort, preguntando a un transeúnte por el camino de Roma. Me parece muy pequeño y de algún modo me hace el efecto de un empresario de una pobre compañía de teatro. Realmente, los momentos más hermosos de su música son aquéllos en que todavía se oye a los músicos de pueblo judíos tocando muy a lo lejos. No hace mucho tiempo escuché a unos músicos lituanos en la zona peatonal de una ciudad del norte de Alemania, cuyo sonido era totalmente igual. Uno tenía un acordeón, otro una tuba abollada y el tercero un contrabajo. Mientras los escuchaba casi sin poder alejarme de ellos, comprendí lo que escribió una vez Wiesengrund sobre Mahler: que su música era el cardiograma de un corazón a punto de romperse. "



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