La tierra invisible (fragmento)Hubert Mingarelli
La tierra invisible (fragmento)

"La luz entraba mal por culpa de las persianas. Había un pájaro de esmalte en el reloj de péndulo. Se oía el segundero. O’Leary había apoyado el fusil contra la mesa; se resbaló y cayó en medio de gran estruendo. La joven se sobresaltó y, mientras O’Leary se inclinaba para recogerlo, ella bajó la mirada y sonrió. En ese mismo momento dos de los tres hombres a los que yo daba la espalda se levantaron y salieron. O’Leary dejó el fusil sobre una silla y la gorra en la mesa. Olía a cera y a agua de colonia. Cuando su mirada se cruzaba con la mía, O’Leary la apartaba. Desde el valle y la casa de los recién casados no habíamos intercambiado ni una palabra. La mujer nos sirvió un plato de queso y unas rebanadas de pan. La joven nos trajo agua.
O’Leary no comía mucho. Le había sangrado el arañazo; me preguntaba quién se lo habría hecho, el novio o yo. El hombre que tenía a la espalda, ya solo, se puso a hablar con voz serena, sin detenerse, pero ni la mujer ni la joven le hacían caso alguno. O’Leary miraba por encima de mi hombro y acabé dándome cuenta de que a quien se dirigía el hombre era a él. Le pregunté: «¿Qué dice?». Esperó fingiendo aguzar el oído, y luego en voz baja y seria: «Que su mujer le engaña con el vendedor de conejos». Por poco me ahogo. El hombre se calló. De nuevo se oía el segundero. Después se levantó, pasó por delante de nuestra mesa y se marchó.
Un rumor iba subiendo, un ruido extraño que no reconocía. O’Leary giró la cabeza; él también estaba buscando la procedencia del sonido. La mujer y la joven de detrás de la barra parecían inquietas. El ruido llegaba del lado de la carretera, pero no se veía nada por detrás de las cortinas. El ruido siguió subiendo y se parecía al lejano correr de un río crecido. O’Leary cogió el fusil y salió. La mujer le murmuró algo a la joven, y en el momento en que me levanté salió ella también.
O’Leary se alzaba ante mí, inmóvil del todo. A mi derecha estaba la mujer. Los prisioneros avanzaban por la carretera en medio de los destellos del sol, en filas casi reglamentarias; parecía que respiraban con una misma voz y que nunca miraban hacia los lados, y tampoco parecían tener la vista clavada en la carretera, sino en un punto invisible situado al otro lado de la espalda de quien los precedía, y lo que me había traído a la mente el río crecido eran los centenares de platos y de cantimploras y de cacillos de hojalata que entrechocaban y cortaban en dos el aire ardiente. Pero había algo extraño, algo que no iba bien, y me quedé un momento sin saber qué era, hasta que me di cuenta de que los prisioneros avanzaban sin escolta y parecían ir por sí mismos allá adónde iban. Durante un instante tuve incluso la impresión de que solo estaba O’Leary, inmóvil, con su fusil en la mano, para llevarlos. Después distinguí a través de las filas del otro lado de la carretera los uniformes limpios y los fusiles colgados del hombro.
El estruendo de la hojalata enmudecía. El polvo volvía a caer. A mi lado, la mujer no se había movido. O’Leary se giró hacia nosotros y quiso hablar, pero la mujer avanzó, entró en la carretera y se quedó allí más de un minuto, girada hacia la columna que se alejaba. O’Leary negaba con la cabeza y sonreía de forma extraña. La mujer volvió hacia nosotros, echó una mirada a O’Leary y a su extraña sonrisa, entró en la cafetería y se oyó la llave en la cerradura. O’Leary miraba la cafetería con aire perplejo. Después, con paso apresurado, fue a llamar a la puerta. Le dije: «Ven, vámonos». Llamaba cada vez con más fuerza. Se oían llantos desde el interior. Empuñó el fusil para usar la culata, pero la puerta se entreabrió: apareció una mano que le tiró la gorra al polvo. Él la recogió y la frotó con una mueca. "



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