Trilogía de Copenhague (fragmento)Tove Ditlevsen
Trilogía de Copenhague (fragmento)

"Con la mañana, llegaba la esperanza. Como un resplandor fugaz, se posaba en la melena negra y lisa de mi madre, que yo jamás me aventuraba a tocar, y se quedaba en la punta de mi lengua mezclada con el azúcar de las gachas tibias, que me comía despacio y sin perder nunca de vista sus finas manos entrelazadas, inmóviles sobre el periódico, con su gripe española y su tratado de Versalles.
Mi padre ya había ido a trabajar y mi hermano, al colegio, de manera que, aun conmigo allí, mi madre estaba sola, y si me quedaba callada sin decir nada, aquella calma distante de su corazón enigmático podía prolongarse hasta entrada la mañana, cuando bajaba a Istedgade para hacer la compra como las amas de casa corrientes.
El sol surgía por encima del carromato verde de los gitanos como si brotase de su interior, y Hans el Sarna salía palangana en ristre y con el torso al aire. Después de echarse el agua por encima, alargaba la mano en busca de la toalla que le tendía Lili la Guapa. No cruzaban palabra, pero eran como estampas de un libro cuando se pasan muy deprisa las páginas. Igual que mi madre, aún habrían de cambiar con el correr de las horas. Hans el Sarna era soldado del Ejército de Salvación y Lili la Guapa, su novia. En verano, apiñaban a una caterva de chiquillos en el carromato verde y los llevaban al campo. Los padres les daban a cambio una corona diaria. Yo había ido con ellos cuando tenía tres años y mi hermano, siete. Ahora que tenía cinco, lo único que recordaba de todo el viaje era que un día Lili la Guapa me bajó del carromato y me dejó en la arena ardiente de lo que entonces creí un desierto. Luego el carro verde se puso en marcha y se fue haciendo más y más pequeño; llevaba dentro a mi hermano y yo no iba a volver a verlo —ni a él ni a mi madre— ya nunca más. Al regresar, traían a todos los niños sarnosos. Por eso lo llamaban Hans el Sarna. En cambio, Lili la Guapa no era una mujer guapa. Mi madre sí, en aquellas mañanas extrañas y felices en que debía dejarla en paz. Guapa, intocable, solitaria y llena de pensamientos secretos que yo nunca llegaría a conocer. A su espalda, sobre el papel pintado de flores que mi padre había parcheado con cinta adhesiva marrón, colgaba la imagen de una mujer mirando por la ventana. Por detrás de ella asomaba la cunita de un bebé. Debajo de la imagen se leía: Mujer esperando a que su marido regrese del mar. Algunas veces mi madre reparaba en mi presencia de repente y seguía mi mirada hasta la imagen, que a mí me parecía muy triste y muy tierna. Ella, sin embargo, rompía a reír, y entonces era como si un montón de bolsas de papel llenas de aire reventasen a la vez. Mi corazón galopaba de angustia y pena porque el silencio del mundo se había roto, porque ahora yo era presa del mismo regocijo feroz que ella. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com