El becerro de oro (fragmento)José Vicente Torrente
El becerro de oro (fragmento)

"Aquella función se repetía todos los días. Doña Juana dejaba la cama unos instantes. Encendía el fuego; colocaba los cacharros con los comistrajos de los animales sobre la lumbre, y volvía a acostarse segura de que mosén Julio haría el resto.
El cura se afanó en la tarea que le encomendaban. En los breves descansos repasaba el breviario. Cuando todo estuvo cocido, distribuyó ollas y cacharros al amor del rescoldo, se despidió de la tía y se encaminó a la iglesia. El sacristán hacía sonar el primer toque. Mosén Julio terminó los rezos matinales y comenzó la preparación para la misa. Se sentía débil y desfallecido, pero tal estado venía a ser habitual y no le concedió mayor importancia. En el canon invirtió cerca de media hora. Las misas de mosén Julio eran muy largas. Y lo justificaba ante su conciencia pensando que se trataba de la única preparación a bien morir de que podía disponer sin molestar constantemente al cura del vecino pueblo.
Administró la media docena de comuniones de rigor a otras tantas viejas beatas. De nuevo en la Sacristía se entretuvo cosa de un cuarto de hora con los rezos de costumbre y regresó a la Rectoría.
Doña Juana seguía en la cama. Tan pronto sintió los pasos del cura gritó:
—¡Julio, hijo! ¡Da de comer a los animalitos!... Yo no estoy para nada... Para nada. Este lumbago me tiene martirizada.
Sobre la mesa podían contemplarse restos del desayuno consumido por doña Juana. La casera, como siempre, no se había preocupado de dejar algo preparado para mosén Julio.
—Descuide, tía —respondió el cura.
—¡Hazlo ahora, Julio que los animales no admiten espera!
Mosén Julio, todavía en ayunas, cumplió lo que se le encomendaba.
Durante un buen rato anduvo de la cocina al corral o al patio, y sólo cuando sintió que sus fuerzas llegaban al límite, comenzó a preocuparse del propio desayuno.
—¿No ha quedado leche, tía? —preguntó desde la cocina.
—¡Ay, Julio, qué cabeza la mía! ¡Pues no les he dado a los mininos la que sobró!
—Otra vez será —sentenció el cura.
Arrimó al fuego una vieja cafetera en la que bailaba un mango de madera negra bastante averiado. Cuando el recuelo estuvo caliente, buscó azúcar, y como el azucarero no la tenía, bebió el agua chirle, ayudando al mal trago con un pedazo de pan duro. Acto seguido se acercó a la puerta del dormitorio de la casera y se despidió:
—Estaré en el despacho trabajando un poco.
—¡Julio, Julio! ¡Te matarás trabajando! —rezongó la atrabiliaria vieja—. Descansa un poco, hombre. Hazlo por mí. Por tu tía Juana...
Pero mosén Julio ya no oía nada. Parapetado en una ajada mesa de despacho, que en sus buenos días debió de contar con un rectángulo de badana, hoy desgarrado como un inmenso archipiélago de detritos de piel, mosén Julio preparaba el sermón para el próximo domingo.
Mosén Julio solía escribir con un lápiz cuyo extremo mordisqueaba en busca de inspiración. Hacía varios días que se le hacía difícil trabajar. Le preocupaba la noticia que le diera don Antonio Jiménez del proyecto de, la boda entre don Heriberto y Flora Rivares. Aquel matrimonio era ya del dominio público. Andaba poco menos que en coplas de romance. Y precisamente aquella misma mañana don Heriberto había anunciado su visita, sin duda alguna con ánimo de arreglar los papeles del casamiento.
Don Antonio, tras la primera discusión, rehuía el tema de la boda de su hermano. En compensación, todo el pueblo volcaba su mordacidad con ese empeño que ponen en apurar los escándalos, los lugares donde no ocurren muchas cosas dignas de mención. "



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