Flores de plomo (fragmento)Juan Eduardo Zúñiga
Flores de plomo (fragmento)

"No debía dejar entrar en la casa de Dios designios pecadores, ni acercarse al lugar donde reposaba un cadáver que, si bien era de un liberal ateo, respeto se le debía tal cual manda la caridad cristiana, pero cuando oyó claramente que sólo querían verlo, y dijo querían, lo que explicaba que serían dos quienes bajarían a la cripta, murmuró él algo parecido a «Bueno» y, decidido a vigilar atentamente, echó a andar hacia la capilla de Santa Mónica.
El crujir del suelo de madera le advirtió que las dos sombras le seguían y, sujetando bien las llaves, que él siempre hacía sonar con fuerza pero que esta vez no entrechocaban, llegó hasta la puerta de la cripta, movió la vieja cerradura con tanto cuidado que ésta apenas dio chasquido, y al abrirla se vio claridad suficiente para distinguir una escalera de piedra, y allí se notaba un olor a humedad, el olor de los lugares cerrados y polvorientos.
A un lado de la cripta, dos gruesos velones en sus candelabros estaban casi consumidos pero sus llamitas iluminaban el cuerpo del periodista suicida extendido sobre una mesa, vestido con traje negro, sólo blanqueaba la camisa en el cuello, bajo la pequeña perilla y la lividez del rostro, de parecido color a las dos manos cruzadas sobre el pecho.
En torno suyo, la luz de los dos velones no daba su resplandor más allá del lugar que, según la costumbre piadosa, debía iluminar al cadáver, en la calma del silencio aunque, imperceptiblemente, se oía el chisporroteo de los pabilos, y sus llamas oscilaban.
Las dos personas bajaron tras de él y una de ellas quedó en el último escalón, apoyada en la barandilla de madera, de tal forma que la suave claridad le dio de frente y él pudo ver la cara de mujer joven pese a estar cubierta a medias con el pañuelo, y en esta cara vio los ojos dilatados, fijos en el cadáver del periodista, y la boca se abrió para dejar escapar un sollozo o un lamento contenido pero en seguida dijo «¡Mariano!» quizá con la idea, absurda por lo contrario a las leyes divinas, de que un muerto oyese y pudiera responder.
Aquel nombre, pronunciado con voz aguda, enfebrecida, que tuvo un ligero eco en los invisibles muros de la cripta, no parecía nombre de persona sino palabra mágica destinada a invocar algún sortilegio, lo cual hizo al sacristán alzar la mano hacia la mujer para mandar que callase pues le habían prometido el mayor silencio y deferencia al lugar.
Pero la mujer no atendía la advertencia muda pero enérgica que él le hacía, sino que inclinó el busto más sobre la barandilla, fija en la lúgubre visión de las dos velas y del muerto; lo contempló unos segundos, frunció las cejas, sumió los ojos, las mejillas, la boca en una mueca y gritó despacio, pronunciando bien, arrastrando las letras: «¡Maldito seas!», y sin más, dio media vuelta y subió con rapidez los escalones.
La otra mujer la siguió lentamente, con torpeza, y también desapareció en el espacio oscuro de la puerta, y por ella salió el sacristán a la penumbra de la iglesia y mientras cerraba con llave se dio cuenta de que estaban a su espalda y oyó el entrechocar de monedas pero, al volverse, no fue a tender la mano sino a encararse con la que creyó joven: maldecir con odio a un cadáver es falta imperdonable.
La mujer le respondió que nadie allí sentía odio sino el dolor del abandono, la desventura de perder a quien se ama, y que no hablase de lo que nada sabía, pero el sacristán muy alterado no calló sino que insistía en que es infame echar maldiciones a quien ya habrían juzgado en el tribunal de los cielos.
Ella le dijo que era amor lo que la llevó a bajar a la cripta, un cariño destrozado para siempre, y entonces la voz se convirtió en sollozos, mientras él repetía que era pecado maldecir a un difunto aunque fuera un hereje. Una mano tanteaba la suya para darle algo y él se echó atrás y se negó a coger las monedas, y acto seguido las dos mujeres se marcharon de la iglesia.
Al quedar solo, la sorpresa de lo ocurrido y cuanto acababa de oír sumergieron al sacristán en la incertidumbre y en la desazón de lo impensable. Más pavorosos que los sortilegios de las brujas le parecieron los secretos de la larga noche del corazón, donde podían mezclarse el amor frustrado y el odio y la nostalgia. Sin duda, aquella mujer enlutada iría a visitar la tumba y tanto le movería la aflicción como el resentimiento, y quizá de igual manera, los que acompañasen al coche funerario llevarían en sí indiferencia y desconsuelo. Las manos que encendiesen lamparillas en el cementerio, las doradas letras mandadas poner en las lápidas, las palabras de duelo, supondrían ^opuestas querencias, tan distintas, en el ánimo de los seres conturbados por la muerte. Y las pesadas coronas, los adornos de cinc y las flores de plomo, sin aroma alguno, sin brillo ni color, querrían ser testimonios de inalterable memoria, pero sus fríos metales, que la lluvia ajaría, anunciaban imparable olvido. "



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