Cándido o un sueño siciliano (fragmento)Leonardo Sciascia
Cándido o un sueño siciliano (fragmento)

"En esa época tenía la edad que ahora tenía Cándido, y volver a aquel lugar después de casi veinte años era para él como asistir a una especie de desdoblamiento: por una parte, las impresiones que había experimentado a los quince, que en cierto sentido verificaría y reviviría a través de Cándido; por otra, las que él mismo tendría ahora.
Pero en aquellos años, él había sido un seminarista abrumado de miedo y vergüenza ante el pecado, de erupciones que le hacían creer —y él se lo creía— que eran una señal del pecado, y de una devoción hacia la Virgen en la que se sumergía para lograr la purificación de sus pecados.
En cambio, Cándido era por entero refractario a la idea de que hubiera otros pecados distintos de la mentira y del deseo de sufrimiento y humillación para con el prójimo y no cultivaba ninguna clase de devoción hacia las imágenes de la Virgen y de los Santos que no estuvieran bien pintadas o esculpidas. Claro que eso no era propiamente devoción, sino un sentimiento admirativo y placentero, por supuesto.
A pesar de las insistentes preguntas de Cándido, don Antonio nada había querido decirle acerca de sus impresiones de aquel tiempo. Si bien nosotros podemos decir que habían sido liberadoras en lo que se refería a la obsesiva preocupación por el pecado y a la no menos obsesiva devoción hacia la Virgen. Y de esa manera se había visto en posesión de esa dosis de pragmatismo y de destreza que, del cargo de capellán al de párroco, del de párroco al de arcipreste, en breve lapso, lo había disparado de lleno en una carrera ahora bruscamente interrumpida.
Y también podemos añadir esto: el nuevo viaje de don Antonio a Lourdes perseguía el objetivo de obtener una segunda liberación, que tendría que ser la definitiva.
Salieron de Palermo una tarde de tremendo siroco. A causa de un retraso del tren que los había llevado hasta Palermo, don Antonio y Cándido llegaron en el momento en que el tren especial hacia Lourdes estaba a punto de partir.
La señora que, al parecer, estaba al mando de la caravana y el sacerdote que la asistía les dirigieron secos reproches por la tardanza. Cándido, en especial, fue el blanco de ellos, ya que, dadas sus funciones de camillero, hubiera tenido que haberse presentado en la estación al menos dos horas antes.
Pero aquellos reproches, duros en sí, resultaban caritativos y casi implorantes por el tono y por la selección de las palabras. Y Cándido experimentó una honda turbación. De no ser por las exhortaciones de don Antonio, habría emprendido el regreso a su casa. Aunque tal vez no, porque el deseo de hacer aquel viaje —el primero que hacía— era como una fiebre dentro de él, como un estremecimiento ansioso, visionario y con un matiz de ligero delirio.
Una nueva turbación le asaltó al recorrer el primer coche del tren: aquellas muletas apoyadas en los asientos, aquellos rostros dolientes que se volvían hacia él, aquellos ojos de miradas vacías.
Pero fue una turbación en la que no había ni sombra de arrepentimiento por haber emprendido el viaje, sino, más bien, un sentimiento de estupor y de admiración por la implícita capacidad de reunir y organizar tanto humano sufrimiento en una caravana de esperanza. "



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