Una bruja (fragmento)August Strindberg
Una bruja (fragmento)

"La mecha del quinqué se ha consumido ya casi hasta el final y comienza a chisporrotear y a emitir un agónico silbido. Tekla renueva el aceite, coloca una mecha nueva, la enciende y vuelve a la silla. Acto seguido pierde su mirada en la tenue llama, la cual sólo alcanza a arrojar una mancha de luz en la oscura estancia, dibujando un anillo dorado en el techo. Lo único que ella puede distinguir en esos momentos es la candela y los frascos medicinales que reposan sobre el lavamanos. Botellas de cuarto de litro color verde mar con tapones amarillos, ampollas de cristal ambarino con el papel arrugado, botes negros con etiquetas blancas, cajitas llenas de polvos con pequeños sellos de lacre rojo. La cuchara descansa dentro de un vaso; el efecto óptico producido por el cristal hace que se vea del tamaño de un cucharón de servir. El medio limón parece una calabaza merced a las abultadas curvas procedentes de la fuente de luz. Todos los objetos cambian de forma y proporción en la falsa penumbra, dan lugar a impresiones desconcertantes en su cerebro, a enfermizas imágenes acentuadas por la vigilia nocturna.
La voluntad, o el poder, de suprimir ciertos pensamientos ha desaparecido, y éstos nacen con libertad dentro de su mente, vienen al mundo como engendros monstruosos que la parturienta no reconoce como hijos suyos, aunque tampoco puede negarlos.
Así fluyen sus ideas: la etiqueta blanca que cuelga del cuello del frasco negro pasa a decir: «Mira qué bien queda este delantal de luto blanco sobre tu vestido de lana negra». Vas por la calle con tu mandil nuevo recién almidonado y tu ancho cuello de encaje y la gente se vuelve para susurrar: «Pobre niña, ¡qué gran pérdida la suya!». Qué sensación tan reconfortante cuando comentan eso de ti y, no obstante, lo único que en realidad están diciendo es cómo se sentirían ellos en tu lugar. Luego aparece tu prometido, te ve vestida con tu hermoso traje de luto y, con un profundo respeto, te mira como si al haber sentido aquel dolor hubieras adquirido cualidades superiores. Y, después de haber permanecido media hora sentado junto a ti, quiere besarte en los ojos, afeados por el llanto, y, de pronto, pone su brazo alrededor de tu cintura y murmura: «¡Qué bien te queda ese vestido, Tekla!». ¡Oh, qué delicia la de estar de luto!
Su madre se agarra a las sábanas de la cama y emite un ruido parecido al crujido de un matorral en el bosque que alerta al caminante. ¡Ya basta de pensamientos desagradables que se acercan reptando para abalanzarse sobre una criatura indefensa, sin fuerza para apartarlos de sí! Ella le ruega a Dios que su madre siga con vida… Le ruega a Dios que le haga desear que su madre siga con vida. Sin embargo, es incapaz de sentir dicho deseo. ¿Por qué iba a querer que su madre prolongara una vida angustiosa que la hacía sentirse, a pesar de que ahora la suerte les sonreía, mucho más infeliz que antes? ¿Acaso no se había dado cuenta de cómo sufría el señor Clement por tener que visitar a su prometida en aquella lóbrega casucha de mala reputación? ¿O es que no había visto cómo se burlaba en secreto su suegra de su madre durante la pedida de mano? Por supuesto que sí. De hecho, se acordaba muy bien de la tristeza y la profunda desesperación de su madre cuando, al regresar a su angosta morada, se sentó a llorar y se limitó a responder a las preguntas de su hija con un escueto: «Tú sí, Tekla, pero yo nunca más volveré a ir allí».
¿Cómo serían las cosas después de que se hubieran casado? ¿No tendría Clement que fingir simpatía y respeto filial cada vez que su madre fuera a verla? ¿No se convertiría la más mínima palabra desconsiderada en un aguijón, la más mínima mirada sospechosa en una excusa para pelearse? Sí, lo mejor es que pasara lo que tenía que pasar, que no era otra cosa que producto de la misericordia divina. "



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