Hoy tendré un día tranquilo (fragmento)Amy Hempel
Hoy tendré un día tranquilo (fragmento)

"—Creo que es al revés —dijo el muchacho—. Creo que si ahora se produjese un temblor, el puente se desplomaría y quedarían las rampas.
Miró a su hermana con satisfacción.
—Lo que quieres es asustar a tu hermana —dijo el padre—. Sabes que lo que dices no es verdad.
—No, en serio —insistió el muchacho—. Además, he oído a los pájaros cantar en mitad de la noche. ¿No es eso una advertencia?
La chica lanzó una mirada venenosa a su hermano y se metió en la boca un puñado de bolitas de pasas recubiertas de chocolate. Los tres estaban dentro del coche en el puente Golden Gate, en medio de un atasco.
Aquella mañana, antes de despertar a sus hijos, el padre había llamado para cancelarles sus clases de música, decidido a disfrutar de aquel día con ellos. Quería saber cómo estaban, nada más. Simplemente eso: cómo estaban. Creía que sus hijos eran tan autosuficientes como esos perros que a veces se ven regresar a casa con la correa en la boca. Pero uno puede interpretarlo mal.
Vaya que sí.
El muchacho tenía un amigo que se había tirado por una ventana de Langley Porter, el hospital psiquiátrico. Estuvo internado allí durante dos semanas, y la mayor parte del tiempo lo había pasado jugando al ping-pong. Todo lo que el amigo le dijo el día en que el muchacho fue a visitarlo y perdió todas las partidas fue: «Nunca juegues al ping-pong con un paciente psiquiátrico porque esto es lo único que hacemos y vamos a machacarte». Aquella misma noche, el amigo cortó en dos el cinturón rojo que llevaba puesto y dejó una de las mitades en la cama. Eso ocurrió el año pasado por estas fechas, cuando el muchacho tenía doce años.
Crees que no corres peligro, pensó el padre, pero es como pensar que eres invisible cuando cierras los ojos.
Aquel día iban camino de Petaluma, la capital de la nación en materia de pollos, huevos y competiciones de pulsos, con la idea de almorzar allí. El padre se había ofrecido a llevarlos a las semifinales de pulso masculino, aunque se decía que las competiciones habían perdido interés desde que se tomaron las nuevas medidas de seguridad, ya que ahora resultaba difícil ver una muñeca o un brazo rotos. Como lo mejor que uno podía esperar ver era, como mucho, algo dislocado, le dijeron que preferían ir a Pete’s, una gasolinera convertida en restaurante. Las hamburguesas tenían nombre de coches, pero los surtidores aún expedían gasolina. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com