No manden flores (fragmento)Martín Solares
No manden flores (fragmento)

"Oír a lo lejos balaceras, granadazos, tiros aislados o ráfagas largas al caer de la tarde se había vuelto normal en el puerto, tan normal como la palabra extorsión o la palabra secuestro. Al ver el gesto de preocupación del cónsul, Valentín Bustamante, alias el Bus, el jefe de guardaespaldas del señor De León, salió a la terraza a mirar por el telescopio del empresario. El gordo de bigotito delgado movió su metro noventa de estatura y su enorme volumen con una agilidad impensable para alguien tan grande, como si las leyes de gravedad no existieran, y apuntó el instrumento hacia el barrio contiguo. Al verlo allí, inclinado, con ese rostro pequeño y redondo, de rasgos infantiles, subrayados por ese bigotito ridículo, se diría que no tocaba a una mosca, lo cual era cierto siempre y cuando la mosca midiera menos de un metro y no amenazara al señor De León. Mientras tanto Rodolfo Guadalupe Moreno, el segundo guarura en la línea de mando, un hombre serio como la muerte, con sus cejas densas y su barba de candado, sus botas vaqueras y su chamarra de piel negra, fue a ocupar la posición que su colega dejó vacante junto a la puerta y se cruzó de brazos allí.
Durante algunos segundos sólo se oyó cómo se cimbraban las copas de las palmeras. Se acercaba uno de esos vientos venidos del norte, que siempre rondan el Golfo, que pueden durar diez o doce horas y tumban las casas y árboles más viejos o endebles. Un brazo del ventarrón llegó y se instaló junto a la cafetera, a fin de agitar con la punta de los dedos un puñado de servilletas de papel, que durante un instante parecieron cobrar vida, como si quisieran transmitir un mensaje. Estaban en la mansión del señor De León, sin duda la quinta más grande en esa zona del puerto, un barrio de millonarios, ubicado junto a la barranca en que se asentaban las colonias populares, de este costado del río. Se trataba de una quinta inspirada en el estilo colonial de California, de tres pisos de alto, con ventanales inmensos y terrazas adornadas con hierro forjado y cantera labrada. Se hallaba en el centro de un jardín que incluía unos cuantos hoyos de golf, una piscina y un ojo de agua, y sólo se podía visitar si te permitían cruzar la barda principal y sus enredaderas y guardaespaldas. Por las ventanas se veía la laguna de La Eternidad, sin duda el sitio más bello del puerto —pero no se encontraban ahí para hablar de belleza. "



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