La niña que hacía hablar a las muñecas (fragmento)Pep Bras
La niña que hacía hablar a las muñecas (fragmento)

"Eso es lo importante, el destino al que se dirige este largo capítulo que, en cierto modo, es como una novela encajada dentro de otra, una matrioska concebida para contar de qué manera una serie de carambolas del azar lograron lo que parecía imposible: que mi bisabuelo y Sión volvieran a estar juntos.
Nueve años antes, en 1910, Carrière podría haber tenido prisa el día en que pasó por las inmediaciones del Grand Palais de París. Podría no haber llamado su atención el cartel que anunciaba una exposición dedicada a un tal Antoni Gaudí. Podría no haberla visitado. Sin la profunda huella que le dejó esa exposición, es probable que nunca hubiera viajado a Barcelona. O que lo hubiera hecho sin necesidad de remover cielo y tierra para visitar la Casa Batlló. Aun aceptando que Le Magnifique se hubiera construido en el mismo sitio y por las mismas fechas (a tiempo para que Joan formara parte de la plantilla), Carrière nunca se habría metido con la eficiencia de Tom Winslow. No habría llenado su mesa de fotos. Joan no habría podido verlas ni recordar techos ondulantes y vientres de ballena durante una hipotética reunión, habría pasado completamente desapercibido ante Carrière y nunca habrían sido amigos.
Sí, de acuerdo: al final el Flaco (hay gente que siempre tendrá un cable cruzado, por mil versiones que se cuenten de la historia) habría hecho lo mismo, acuchillarle, darle por muerto y huir con todo su dinero; y sí, a lo mejor le habría encontrado nadando en el mismo charco de sangre el mismo ángel de la guarda, uno que milagrosamente se sintió indispuesto a medio camino del burdel y decidió regresar. Y puede que el médico hubiese repetido su hazaña de llegar a tiempo de salvarle el pellejo.
¿Y qué más da? Nada habría sido igual a partir de ese momento. Nadie le habría dicho a Carrière: «Señor, su amigo está con un pie y medio en la tumba». Como mucho: «Habrá que contratar a otro carpintero». Carrière no habría pedido una habitación al lado de la suya en el hotel de la Vila y Joan no habría despertado en una cama mullida y oliendo a jazmín. Isabelle (a la que nunca habría conocido, a lo sumo habría permanecido en su memoria como un rostro entrevisto en un espejo durante diez segundos) probablemente no habría abandonado nunca esa expresión tan suya de tristeza en la mirada, no habría devorado tantos libros mientras le hacía compañía hasta la hora de acostarse, no le habría dicho una mañana, de aquel modo inocente e impulsivo: «¡Está muy guapo!» al tiempo que le ponía un espejo delante, para que pudiera contemplarse sin barba y con el pelo recién cortado.
Mi bisabuelo nunca llegó a escribir que se enamoró de ella y, sin embargo, cualquier hombre en su situación se habría enamorado. Isabelle era joven, encantadora y se desvivió por él. Le ponía paños húmedos en la frente cuando le subía la fiebre. Le cambiaba el vendaje. Le leía pasajes de los libros. A veces le contaba sus últimos viajes por el mundo en compañía de su adorado padre, y Joan la escuchaba con los ojos entornados hasta que, medio en sueños, se veía acompañándolos: dando un paseo bajo un cálido sol de primavera por el parque del castillo de Schönbrunn, en los alrededores de Viena; contemplando las aguas del Arno y la esbelta torre de Arnolfo desde el Ponte Vecchio de Florencia; navegando por el impetuoso Danubio a través del desfiladero de Cazane, aguas arriba de las Puertas de Hierro, descubriendo un paso abierto en la roca por las legiones de Trajano. "



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