Los Effinger (fragmento)Gabriele Tergit
Los Effinger (fragmento)

"Kragsheim estaba formada por tres estratos. Orientada hacia la ladera de la montaña se encontraba la ciudad vieja, un entramado de casas con las calles ligeramente escoradas al sur, floración de tilos, lilas y lluvia de oro, callejones, farolas colgadas de las paredes y fachadas con vigas de madera exentas. Aquí estaban las tiendas y el mercado, en porches protegidos de la lluvia y del calor del sol. Allá los artesanos, el herrero junto a la puerta de la ciudad, los zapateros y sastres en sus talleres, allá Mathias Effinger, el relojero. Las casas ostentaban nombres antiguos, se llamaban «Llave azul», «Corona de oro», «Lilas blancas». Por encima de todas se alzaban las torres de St. Jacobi, amenaza y protección de la eternidad para el pequeño bullicio de casas picudas. La iglesia era blanca por dentro. La ciudad era protestante, había defendido valerosamente la libertad de los cristianos contra la liga católica y dado alojamiento a Gustavo Adolfo. Cuando empezó la guerra de los Treinta Años tenía treinta mil habitantes, y cuando terminó, tres mil de ellos salieron de sus casas temerosos, hambrientos, asilvestrados, y los cerdos corrían por las calles.
En el año 1878 la vieja muralla aún mantenía a gremios y burgueses dentro de sus angostos límites.
A la puerta de la ciudad, adornada con bolas y volutas, empezaba el segundo estrato. Iba del siglo XVI al XVIII, de los respetados concejales a los funcionarios a sueldo, del soldado al oficial. Entre sencillas casas blancas, una ancha avenida de castaños llevaba hasta la ardiente explanada del enorme palacio, su objetivo. Allí se recibía antaño a las princesas, desde allí salía de caza el señor con sus amigas en carrozas de ocho caballos, con los pajes subidos en el estribo, los lacayos montados con sus pelucas blancas, fracs de seda celeste y libreas rosas hasta las rodillas. El súbdito doblaba la cerviz, soportaba los impuestos y los acuartelamientos, admiraba el esplendor del palacio, que nunca había sido pagado por entero. Finalmente, las guerras napoleónicas habían hecho trizas las facturas de los artesanos. Ahora al palacio entraban desconocidos, veían el parque, los juegos de agua, el teatro natural, las ruinas artificiales, la casa de té en forma de abanico, roja con ornamentos marrón claro. En el palacio residía el príncipe. Ocupaba unas habitaciones sencillas, pero en los días grandes, cuando el emperador venía desde Berlín, en la galería de espejos, la habitación de porcelana, la salita azul y la amarilla volvían a encenderse las arañas de cien velas para alumbrar el brillo legendario de un mundo desaparecido de damasco amaranto, desvaídos marcos de plata y estuco pegado como espuma al techo.
Detrás del palacio empezaba el tercer estrato. Río, pradera, carretera y pueblo, montañas y bosques, aromas y rumor de manantiales. Desde las montañas se veía la ciudad de fachadas rojas, detrás de su puerta rococó. Crecía el trigo, fértil tierra del sur de Alemania. En el puentecillo se alzaba una estatua de San Cristóbal, y en los campos ondeantes, el crucificado. Ya en el pueblo siguiente sonaba el avemaría. Ya en el pueblo siguiente se mantenía la antigua fe, el catolicismo. "



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