De cómo recibí mi herencia (fragmento)Dorothy Gallagher
De cómo recibí mi herencia (fragmento)

"Después de que mi madre se rompiera la cadera, la metí en una residencia.
—¿Vas a dejarme aquí? —dijo.
Aunque ya le habían diagnosticado demencia senil, la mujer aún sabía buscarme las cosquillas. Tampoco es que le faltaran motivos para preocuparse; ¿acaso la escuché cuando me suplicó: «Cariño, por favor. Por favor, no le des un disgusto a tu padre. Se moriría…»?
Juro que no hice lo que hice solo por el dinero.
¿Sabes ese tonillo que adopta la gente para hablar de la vejez? Todo ese discurso de la dignidad y la sabiduría, y que habría que dejar que los viejos (perdón por decir «viejos») tomasen sus propias decisiones. ¡Acabáramos! Mi padre hacía con los argumentos perfectamente razonados lo mismo que con los mosquitos. En lo que a dignidad se refiere, dejemos a un lado por ahora el asunto de los desechos corporales; supongamos que el padre de una de esas personas tan compasivas, discapacitado cronológico, decidiera torturar y matar de inanición a su esposa, también discapacitada cronológica. («¡Que se caiga! ¡Ya se levantará!… Zumo de naranja ¿para qué? ¡Si tiene sed, que beba agua!»). Y no solo eso, sino que para colmo entregase prácticamente toda la herencia de esa persona a un delincuente. ¿No cabría replantearse un poco ciertas posturas?
Hasta el día en que lo llevé a los tribunales y el juez dictó sentencia, nadie, insisto, nadie se había metido en la vida de mi padre. Es que era un hombre impresionante. Por ejemplo, tenía en propiedad un edificio en un barrio chungo, abarrotado de personajes con los que no te gustaría toparte a plena luz del día en una calle concurrida. El alquiler no lo pagaban los inquilinos, lo pagaban los servicios sociales. Solo que los servicios sociales no abonaban exactamente la cantidad a la que mi padre tenía derecho por ley. De ahí que todos los meses, incluso con ochenta y muchos años bien cumplidos, se montara en el coche y se plantara en el edificio, subiera las escaleras como buenamente podía, aporreara con el bastón cada una de las puertas y exigiera los cinco o diez dólares que le correspondían. Y los recaudaba. Nadie le chistaba. Nadie le cerraba la puerta en las narices. El único indicio de que quizá estuviera un poco nervioso es que dejaba el motor en marcha. Pero ¡nunca le robaron el coche! "



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