Los viajeros de la Vía Láctea (fragmento)Fernando Benzo
Los viajeros de la Vía Láctea (fragmento)

"Estaba esperándome fuera, frente a la entrada. Detenida en la acera fumando un cigarrillo. En aquel momento, nadie más pasaba por allí. No advirtió que me acercaba hasta que estuve casi a su lado. Eso me permitió contemplarla sin disimulo. Me gustó su silueta al contraluz, bordeada por un sol que descendía por el centro de la calle, dejando en sombra su cuerpo y las fachadas laterales y haciendo brillar los adoquines. Me recreé en aquella foto de calendario bucólico, en una imagen que podía ser de ahora o de mucho tiempo atrás. Blanca siempre había tenido una belleza acogedora, sin estridencias, una elegancia accesible, sin exigencias, un riesgo controlable, sin amenazas. Siempre que volvía a verla, lo primero que me preguntaba, a medias entre la exculpación y el reproche a mí mismo, era por qué nunca me había enamorado de ella cuando, en todas las etapas de la vida, me había inspirado esa indefinida intuición de que amarla debía de ser una forma confortable de vivir. Y eso a pesar de que a mí, un iluso enamoradizo, siempre me había bastado con que una mujer me sonriera con un atisbo de ternura para que empezara a preguntarme si tal vez sería ella el amor de mi vida. Pero era una suerte que nunca me hubiese enamorado de Blanca. Gracias a eso, aún seguíamos siendo amigos a los cincuenta y cinco.
—¿Está sola, señora? ¿Puedo invitarla a una copa?
Tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó y sonrió con el mismo desdén con que lo habría hecho una desconocida si me hubiese acercado de verdad con esas. Su rostro salió de la sombra y me alegró comprobar de inmediato que permanecían intactas la dulzura maternal de su sonrisa, la chispa sabia de su mirada y el color de arena cálida de su piel. Por supuesto, ahí estaban también los pequeños signos que iban advirtiendo de un derrumbe físico que, aunque todavía lejano, empezaba a formarse en su cara igual que el nacimiento de una ola cuando no es más que un pliegue en altamar. Un quiebro en las comisuras de los labios, el rastro de una sombra en las ojeras, apenas una pincelada esbozando una futura arruga en la frente, minucias que más que desmerecer su atractivo solo lo revestían de serenidad y preguntas. Sus suaves señales de que cada día éramos más otros no hicieron que me decepcionara su aspecto, solo me llevaron a pensar, con coquetería, cómo me vería ella a mí. Mi pelo ya de un gris irregular, mis arrugas imitando grietas, mi nariz creciente y mi sonrisa menguante no eran indicios de vejez favorecedores como los suyos, sino todo un mapa de cicatrices dejadas por los mordiscos del tiempo. "



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