La caseta de castidad (fragmento)Jean-Louis Dubut de Laforest
La caseta de castidad (fragmento)

"Los médicos acababan de prescribir a la joven baronesa Henriette de Puypelat una temporada de baños de mar. El viejo barón Stanislas acompañaba a su esposa. Marido celoso, de unos celos monstruosos, muy contrariado por tener que abandonar su castillo del Périgord, un lúgubre caserón donde mantenía a la mujer encerrada, el aristócrata evitó las playas vecinas de la Gironde, a causa de los encuentros amistosos; descartó Trouville, Dieppe, Cabourg, todos los centros importantes de hábitos demasiado mundanos; por fin, eligió Boulogne, la colonia inglesa de rígidas costumbres. En Boulogne, sufrió un desencanto. Muchos rostros de cuáqueros y cuáqueras, pero también un gran número de gentlemans filtreando, apuestos caballeros en culotes ceñidos, con camisas rojas, verdes, azules, de larga nariz y prodigiosos cuellos almidonados. El barón quiso regresar, pero la baronesa se resistió, y finalmente alquilaron una villa aislada del círculo habitual de los bañistas.
El Sr. de Puypelat prohibió a la señora que frecuentase las casetas del establecimiento, así como aparecer por el Casino. Si la villa se hubiese encontrado al borde del mar, Henriette habría podido bajar desde su habitación en traje de baño y, a continuación, volverse a vestir en su casa al abrigo de los monóculos.
Pero no quedaba ninguna casa de alquiler de ese tipo, y el barón, que no quería que su esposa de desnudase aquí o allá, obtuvo a precio de oro del concesionario de la playa, la autorización para usar una caseta especial.
La caseta era muy lujosa, y distante de la casa unos trescientos metros. Tanto para entrar en el agua como para salir, Henriette permanecía invisible: una doble hilera de planchas la resguardaba de todas las miradas, – excepto del ojo marital, – hasta que las olas llegasen a mojar su cintura. Desde lo alto de un balcón, el marido vigilaba a la bañista, y solamente Julia, la doncella, esperaba, con un albornoz en la mano, y el baño de pies de la señora.
Cada noche, a la hora de la música, se podían ver a esos dos seres, el verdugo y su víctima: él, un hombrecillo, delgado, arrugado, de rostro simiesco, cabellos canosos pegados a las sientes, una boca desdentada, un rictus de monstruo, manos crispadas y vellosas, patas de animal salvaje; ella, alta y rubia, de una belleza ateniense, siempre con velo. Se paseaban sentándose lejos de la gente. Al menor paso de las boinas o las camisas multicolores, Stanislas gruñía: «¡Señora, baje la mirada!» Y si ella vacilaba, el odioso mono la arrastraba, se colgaba de sus faldas, se levantaba, le mostraba el puño, le propinaba un golpe de garra, dirigiéndole innobles insultos con una carga escatológica de carretero o de cochero. "



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