Cada atardecer (fragmento)Andrea Longarela
Cada atardecer (fragmento)

"Aterricé en la ciudad que me vio crecer con un nudo en la garganta. Ese maldito nudo que me acompañaba desde que decidí regresar a un pasado que ya creía olvidado. Un nudo que llevaba su nombre de forma inevitable.
El aeropuerto de Villanubla estaba prácticamente vacío, nada que ver con todos aquellos que había visitado en los años que llevaba trabajando fuera, saltando de una ciudad a otra sin mirar atrás y disfrutando de una vida que se me antojaba perfecta. Incluso me daba una imagen un tanto triste y decadente que asumo que no era muy justa y sí una percepción solo mía provocada por el amargor de los recuerdos.
Cuando pisé la calle, ese calor seco tan típico de la zona me recibió como una bofetada. Un agosto que parecía fuego y que traía consigo la nostalgia de muchos otros de mi juventud. Cogí un taxi y pronuncié una dirección que jamás creí que saldría de nuevo de mis labios.
—A la calle Panaderos, por favor.
Unas palabras que me llevaban directamente a ella, a lo que fuimos, al Jon del que un día huí. A ese piso en el que tanto soñamos y en el que también nos despedimos. Mientras el coche avanzaba y nos acercábamos cada vez más a la ciudad en la que crecí, pensé en lo que significaba lo que estaba haciendo, en cómo recibiría ella mi vuelta, en las mil posibilidades que se abrían ante mí.
Pensé en su rostro. Nunca había dejado de hacerlo.
Cada día al abrir los ojos y cada noche al cerrarlos. En su pelo castaño claro mezclado entre mis dedos. En sus ojos verdes, mucho más grandes tras el cristal de sus gafas. En su sonrisa dulce. En sus labios pintados de rojo las noches en las que se sentía invencible. En el olor de su piel. En todo lo que me provocaba cuando estaba cerca. En lo que me quiso. En lo que la quise. En lo bonito que fue. En el daño que nos hice.
Observé las primeras casas de la ciudad pensando en aquellos adolescentes que se robaron un primer beso en un portal, que se enamoraron un verano de helados de fresa y cervezas frías a la orilla del río, que hicieron el amor por primera vez sin saber muy bien qué significaba aquello, que crecieron juntos creyendo que nada podría salir mal, y en los dos adultos fruto de esas experiencias que un día se despidieron con lágrimas en los ojos.
Pensé en Martina; en mi Martina. En la chica más bonita de todas las que había conocido. En la mujer a la que un día no escogí por miedo a perderme. "



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