La mala costumbre (fragmento)Alana S. Portero
La mala costumbre (fragmento)

"Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos. Adolescentes con la piel gris a los que les faltaban dientes, que olían a amoniaco y a orina. Flanqueaban con sus escorzos la salida del metro de San Blas en la calle Amposta y las praderitas del parque El Paraíso como cristos de Mantegna. Cubiertos de agujas como san Sebastián. Sentados o tendidos de cualquier manera. Moviéndose apenas, lentos y sincopados como muñecos rotos. Con la sonrisa elevada de los crucificados. Indefensos pero ya flotando en lugares donde nada podía tocarlos. Los vi brotar y hacerse cada vez más lentos hasta alcanzar la quietud final y descomponerse en el fango que se acumulaba en nuestro barrio con nombre de santo pero dejado de la mano de Dios.
La primera vez que me enamoré fue de uno de aquellos ángeles. Se precipitó desde la ventana de casa de sus padres, que quedaba encima de nuestro bajo de treinta y cinco metros cuadrados, con una jeringuilla clavada en el pie. Mi vecino Efrén apareció muerto en la calle, medio desnudo, delante de mi puerta. Yo aún no había cumplido los seis años, llevaba un parche en un ojo y tartamudeaba. Creo que fueron los lamentos de su madre los que alertaron a los habitantes del bloque de tres pisos sin portal, con escalera exterior, en el que vivíamos. Llegamos antes que la policía, que se tomaba su tiempo para hacer su trabajo cuando se trataba de San Blas. Para ellos, para toda autoridad, solo era otro yonqui muerto, el hijo de alguna obrera deslomada por fregar escaleras a la que, probablemente, su niño del alma ya le habría desvalijado varias veces la casa para meterse caballo.
El caso es que no recuerdo a Efrén vivo. Solo tengo la imagen que pude rescatar de entre las piernas de mi madre y mi vecina Lola, con el único ojo del que disponía, como si estuviese mirando por una cerradura. Las madres de mi barrio no abrazaban a sus hijos muertos como las vírgenes en las piedades renacentistas. Lo hacían volcadas sobre los cuerpos, a gritos, despeinadas, con los ojos hinchados y babeando. Cubriendo a sus criaturas como podían, arropándoles como bestias desesperadas, llamándoles hasta dejarse la voz en la acera, clavándoles las uñas en la carne, yéndose con ellos de alguna manera. "



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