Los crímenes de Alicia (fragmento)Guillermo Martínez
Los crímenes de Alicia (fragmento)

"Al subir al altillo, Leyton estaba ya siempre ahí, con la jarra de café sobre el escritorio, y apenas inclinaba la cabeza a mi saludo. Era muy blanco, pecoso, con una barba larga y rojiza en la que enredaba sus dedos mientras pensaba. Tenía unos quince años más que yo, y hacía recordar tanto a un hippie envejecido como a los mendigos de orgullosos andrajos que leían libros de filosofía en las puertas de los colleges. No hablaba nunca más de lo debido y jamás sin que yo le preguntara en forma directa algo: en las raras ocasiones en que se decidía a abrir la boca, antes parecía pensar muy bien lo que se proponía decir, para soltarlo por fin en una frase seca que era, como las condiciones matemáticas, a la vez suficiente y necesaria. Yo imaginaba que en esos instantes previos cotejaba furiosamente, en un ejercicio de orgullo inútil y privado, distintas maneras de decir lo mismo hasta quedarse con la más breve y precisa.
Para mi desconsuelo, apenas le conté de mi proyecto, me mostró un programa que estaba en práctica desde hacía años en el Departamento de Policía y que usaba una por una las mismas ideas que yo había imaginado: el espesor de la tinta y las diferencias de densidad como parámetros de la velocidad, la separación entre palabras como indicador del ritmo, el sesgo angular del trazo como gradiente de aceleración... Es verdad que el programa procedía por pura fuerza bruta, en base a simulaciones, con un algoritmo de aproximaciones sucesivas. Leyton, al ver mi desánimo, me alentó con el derroche de una frase entera a que lo estudiara de todos modos en detalle, con la esperanza de que quizá el teorema de mi supervisora, que yo intenté explicarle, pudiera hacerlo más eficiente. Decidí hacerle caso y apenas percibió que me proponía trabajar seriamente abrió para mí con generosidad su caja de trucos y me dejó incluso acompañarlo a un par de sesiones en la Corte de Justicia. En el estrado, frente a los jueces, quizá porque lo obligaban a calzarse, por un lapso brevísimo Leyton se transformaba: sus intervenciones eran rápidas, brillantes, abrumadas de detalles indudables, tan rigurosas como implacables. En el camino de regreso a la oficina, admirado, yo intentaba a veces algún comentario, pero él volvía de inmediato a sus monosílabos, como si ya se hubiera clausurado por dentro otra vez. Con el tiempo me fui acostumbrando a quedarme yo también callado en las horas compartidas de oficina. Lo único que no dejaba de inquietarme era que en sus momentos de meditación, cuando se quedaba ensimismado en alguna fórmula, muchas veces subía los pies desnudos para cruzarlos sobre el escritorio y, como en las antiguas novelas de Sherlock Holmes, yo podía descifrar en sus plantas todas las clases de barro y verdines de Oxfordshire y, por desgracia, también todos los olores. "



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