Los días luminosos (fragmento)Zsuzsa Bánk
Los días luminosos (fragmento)

"Era una de las raras ocasiones en que oíamos su nombre completo. De lo contrario, la madre de Aja insistía en que la llamáramos Évi, no Éva, y mucho menos señora Kalócs. Decía que ya tenía suficiente con que la llamaran así los funcionarios municipales, y sólo al cartero le permitía decir su nombre completo. Cuando éste dejaba la bicicleta apoyada en la cerca, empujaba la puerta descolgada y veía luz en la cocina; cuando oía un ruido, un golpeteo, llamaba a la ventana y esperaba a que Évi recorriera la corta distancia que había hasta la puerta y recogiera la correspondencia, aquellas cartas envueltas en papel de estraza que llegaban en unos sobres azules, ligeros como plumas, que ella dejaba durante días en la mesita junto a la mosquitera. Aja y yo los cogíamos multitud de veces y les dábamos la vuelta una y otra vez, y Aja los olisqueaba porque creía que olían a su lugar de origen. Los acercaba a su nariz y a la mía, los agitaba en el aire como si fueran un abanico, y cuando su madre nos descubría y preguntaba: «¿A qué huele esta carta?», Aja le respondía: «A América, huele a América».
Tan pronto como las primeras noches frescas empezaban a acechar el verano, Aja y su madre recibían una visita. Llegaba de muy lejos, como decía Évi, en barco, tren y autobús, y después de haber recibido sus cartas, Aja y Évi lo esperaban durante semanas sin saber exactamente qué día llegaría.
Cada sábado, Évi echaba a la cazuela una gallina que luego comía con nosotras, se pintaba las uñas de los pies, primero de rojo y después de color rosa, abría el espejo plegable, se recogía el pelo con unas horquillas bajo un pañuelo azul y más tarde se lo soltaba. Barría el suelo, lavaba las cortinas en un barreño en el jardín, las colgaba húmedas y las plisaba. Por la tarde vigilaba los caminos de tierra y por la noche miraba el calendario hasta que, un día, aparecía alguien ante la puerta descolgada. Aja y yo lo veíamos desde la ventana. Llevaba una maleta oscura en una mano y, en la otra, un sombrero que se quitaba en cuanto Évi aparecía en la puerta, apartaba la mosquitera, ponía un pie en los peldaños y se alisaba dos mechones de pelo que le caían sobre la frente, corría por las losas sueltas hacia la puerta del jardín, alargaba las manos y le acariciaba las mejillas. Aja decía que era su padre, pero Évi negaba con la cabeza y, cuando Aja no podía oírla, aseguraba que un hombre que la visitaba una vez al año no podía ser su padre. "



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