La máquina difamatoria (fragmento) "La mano dolía como si hubiera golpeado un muro y sin embargo los nudillos estaban intactos. El sudor se mezclaba con un cosquilleo incómodo y lo irritaba tener que rascarse la mano justo en ese momento en que iba al volante de la vieja furgoneta Volkswagen de nueve plazas. El Buitre y él habían arrancado los asientos mucho antes por si necesitaban espacio. Nunca se sabía, era mejor prever. Preverlo todo: cinta adhesiva, soga, tela para improvisar una capucha y un bidón extra de gasolina, incluso la lluvia. Las luces de la avenida, los altos edificios y los árboles, quedaban atrás empotrados en la negrura del cielo. A un lado, el muro del Malecón se extendía iluminado por los lamparones Vulcano. Pensaba encontrarlo desierto, sin embargo había pescadores con varas de carrete y dos parejas riendo, bebiendo, comiéndose a besos. De pronto unos gritos histéricos, se habían empapado. En el retrovisor otra ola saltaba el muro, chapoteaba de nuevo a las parejas, a las luces reflejadas en el pavimento. Mejor no desconcentrarse. Ahí asomaba la boca del túnel, dos focos verdes agrandándose mientras entraban al tubo impermeable que en dos minutos permitiría estar al otro lado de la bahía. Ahí saltó de nuevo el recuerdo mientras la aguja del marcamillas avanzaba lenta, como el segundero de un reloj, señalando a cien kilómetros por hora. En ese mismo tramo subterráneo, muchos años atrás, su padre aceleró el motor de la furgoneta como si huyeran de algo, y no, ¿de quiénes iban a huir?, nada malo habían hecho. Dentro del túnel no se puede manejar a escasa velocidad, le había explicado, y también que no fuera bobo, que la próxima vez abriera los ojos, así no se perdía las luces verdes que brillaban en la oscuridad del túnel mientras lo cruzaban. Su padre se sentiría orgulloso si lo viera con los ojos abiertos llevando el bulto a La Residencia. —¿Oíste al idiota, Moco? El Buitre sacó el blíster de Parkisonil. Rasgaba calmado el papel de aluminio con la uña del meñique. En el apartamento del Focsa, antes de dormir, había mezclado el Parkisonil con Ketamina raspando las tabletas con un bisturí, llenando de nuevo las oquedades del blíster con la mezcla y esnifando el sobrante. Ahora la uña parecía la boca diminuta de un buldócer extrayendo de la cavidad plástica el polvo blanco. Acercó la nariz y aspiró todo de golpe con un ronquido suave. —Qué ocurrencia la del bulto, ¿no, Moco? Preguntarnos si somos sicarios. No actuamos por plata, Rector. Y no es que nos sobre. —¿Rector? Hace cuarenta años que dejé el magisterio. —Usted sabrá por qué quieren cobrársela después de tantos años, ¿no? —¿Quién los manda? —Lo sabrá cuando lleguemos. Ahora cállese o le descojonamos el otro ojo, ¿ya? El retrovisor devolvía calma y oscuridad, ni este foco atrás para encender los nervios. Nadie los perseguía. Delante: un profundo silencio desgarrado por el motor de la furgoneta que se desplazaba ahora a ciento treinta kilómetros con los focos despejando la negrura, alumbrando insectos que atravesaban veloces la luz o se estrellaban contra el parabrisas. Un relámpago mostró un pedazo de mar encrespado y encendió un cigarro. Las volutas de humo se desintegraban y escapaban por la ventanilla. Le gustaba fumar mientras observaba el mar aunque fuera de noche. El reventar de las olas imponiéndose a los demás ruidos, el olor del salitre, aspirar la brisa suave, sentirla limpiando los pulmones, lo extasiaba. Estuvo a punto de cerrar los ojos y abandonarse al placer, pero recordó que manejaba y el Buitre estaba tan eufórico que era mejor no dejarle el volante. Debía estar alerta. Nada de nombres, usen apodos, había dicho el Mudo. Vio al Buitre maniobrar en la guantera, empinarse de la caneca y suspirar de placer. " epdlp.com |