El buscavidas (fragmento) "Henry, negro y encorvado, abrió la puerta con una de las llaves que colgaban de la gran anilla metálica. Acababa de subir en el ascensor. Eran las nueve de la mañana. La puerta era enorme, una gran losa de roble ornamentada, teñida tiempo atrás para que pareciese de caoba, aunque ahora se asemejaba más bien al ébano debido a los sesenta años de humo de tabaco y suciedad que acarreaba. Henry empujó la puerta, colocó el tope en su sitio con el pie malo y entró cojeando. No hacía falta encender las lámparas, porque a esa hora los tres enormes ventanales de la pared lateral dejaban entrar la luz del sol. Al otro lado, la mañana se extendía sobre una parte considerable del centro de Chicago. Henry tiró del cordón que separaba las pesadas cortinas y estas se recogieron con mugrienta elegancia hacia los costados de los ventanales. Apareció una panorámica de edificios y, entre ellos, franjas de cielo de un azul virginal. Después abrió las ventanas, aunque tan solo unos pocos centímetros por la parte inferior. Una ráfaga de viento se coló sin contemplaciones, formando pequeños remolinos de polvo y de lo que había quedado de cuatro horas seguidas de humo de cigarrillos que no tardaron en disiparse. Al caer la tarde, las cortinas siempre estaban corridas y las ventanas cerradas; tan solo por la mañana el aire fresco sustituía el viciado ambiente de tabaco. Un salón de billar, por la mañana, era un lugar extraño. Experimentaba diferentes etapas, sufría una metamorfosis diaria, mudaba su moteada piel. En ese momento, a las nueve en punto, parecía una gran iglesia, ensimismada, inmóvil a la luz del sol que entraba por los ventanales, con sus grandes mesas de aquella caoba intemporal y maciza, sus tapetes verdes discretamente ocultos bajo fundas de hule gris. Las panzudas escupideras de latón dispuestas a lo largo de las paredes, colocadas entre las sillas altas con asientos de cuero limpio y resistente, pulido hasta el punto de centellear con un brillo antiguo, y, por encima de todo eso, el alto y arqueado techo con sus cuatro grandes lámparas de araña y su claraboya con infinidad de cristales, pues se trataba del último piso de un viejo y venerable edificio que, achaparrado y feo, se alzaba apenas ocho insignificantes plantas en el centro de Chicago. El enorme salón, con las sillas de respaldo alto para los espectadores agrupadas con reverencia alrededor de cada una de las veintidós mesas, bien podría haber sido un santuario, una catedral destartalada. " epdlp.com |