Discurso sobre la dignidad del hombre (fragmento)Giovanni Pico della Mirandola
Discurso sobre la dignidad del hombre (fragmento)

"He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres venerados, que Abdala el Sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus ojos el espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo, había respondido que nada veía más espléndido que el hombre. Con esta afirmación coincide aquella famosa de Hermes: "Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre".
Sin embargo, al meditar sobre el significado de estas afirmaciones, no me parecieron del todo persuasivas las múltiples razones que son aducidas a propósito de la grandeza humana: que el hombre, familiar de las criaturas superiores y soberano de las inferiores, es el vínculo entre ellas; que por la agudeza de los sentidos, por el poder indagador de la razón y por la luz del intelecto, es intérprete de la naturaleza; que, intermediario entre el tiempo y la eternidad es (como dicen los persas) cópula, y también connubio de todos los seres del mundo y, según testimonio de David, poco inferior a los ángeles. Cosas grandes, sin duda, pero no tanto como para que el hombre reivindique el privilegio de una admiración ilimitada. Porque, en efecto, ¿no deberemos admirar más a los propios ángeles y a los beatísimos coros del cielo?
Pero, finalmente, me parece haber comprendido por qué es el hombre el más afortunado de todos los seres animados y digno, por lo tanto, de toda admiración. Y comprendí en qué consiste la suerte que le ha tocado en el orden universal, no sólo envidiable para las bestias, sino para los astros y los espíritus ultramundanos. ¡Cosa increíble y estupenda! ¿Y por qué no, desde el momento que precisamente en razón de ella el hombre es llamado y considerado justamente un gran milagro y un ser animado maravilloso?
Pero escuchen, oh padres, cuál sea tal condición de grandeza y presten, en su cortesía, oído benigno a este discurso mío.
Ya el sumo Padre, Dios arquitecto, había construido con leyes de arcana sabiduría esta mansión mundana que vemos, augustísimo templo de la divinidad.
Había embellecido la región supraceleste con inteligencia, avivado los etéreos globos con almas eternas, poblado con una turba de animales de toda especie las partes viles y fermentantes del mundo inferior. Pero, consumada la obra, deseaba el artífice que hubiese alguien que comprendiera la razón de una obra tan grande, amara su belleza y admirara la vastedad inmensa. Por ello, cumplido ya todo (como Moisés y Timeo lo testimonian) pensó por último en producir al hombre.
Entre los arquetipos, sin embargo, no quedaba ninguno sobre el cual modelar la nueva criatura, ni ninguno de los tesoros para conceder en herencia al nuevo hijo, ni sitio alguno en todo el mundo donde residiese este contemplador del universo. Todo estaba distribuido y lleno en los sumos, en los medios y en los ínfimos grados. Pero no hubiera sido digno de la potestad paterna el decaer ni aun casi exhausta, en su última creación, ni de su sabiduría el permanecer indecisa en una obra necesaria por falta de proyecto, ni de su benéfico amor que aquél que estaba destinado a elogiar la munificencia divina en los otros estuviese constreñido a lamentarla en sí mismo.
Estableció por lo tanto el óptimo artífice que aquél a quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto le había sido dado separadamente a los otros. Tomó por consiguiente al hombre que así fue construido, obra de naturaleza indefinida y, habiéndolo puesto en el centro del mundo, le habló de esta manera:
-Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescriptas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna, te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que Son divinas.
¡Oh suma libertad de Dios padre, oh suma y admirable suerte del hombre al cual le ha sido concedido el obtener lo que desee, ser lo que quiera!
Las bestias en el momento mismo en que nacen, sacan consigo del vientre materno, como dice Lucilio, todo lo que tendrán después. Los espíritus superiores, desde un principio o poco después, fueron lo que serán eternamente. Al hombre, desde su nacimiento, el padre le confirió gérmenes de toda especie y gérmenes de toda vida. Y según como cada hombre los haya cultivado, madurarán en él y le darán sus frutos. Y si fueran vegetales, será planta; si sensibles, será bestia; si racionales, se elevará a animal celeste; si intelectuales, será ángel o hijo de Dios, y, si no contento con la suerte de ninguna criatura, se repliega en el centro de su unidad, transformando en un espíritu a solas con Dios en la solitaria oscuridad del Padre, él, que fue colocado sobre todas las cosas, las sobrepujará a todas.
¿Quién no admirará a este camaleón nuestro? O, más bien, ¿quién admirará más cualquier otra cosa? No se equivoca Asclepio el Ateniense, en razón del aspecto cambiante y en razón de una naturaleza que se transforma hasta a sí misma, cuando dice que en los misterios el hombre era simbolizado por Proteo. De aquí las metamorfosis celebradas por los hebreos y por los pitagóricos. También la más secreta teología hebraica, en efecto, transforma a Henoch ya en aquel ángel de la divinidad, llamado "malakhha-shekhinah", ya, según otros en otros espíritus divinos. Y los pitagóricos transforman a los malvados en bestias y, de dar fe a Empédocles, hasta en plantas. A imitación de lo cual solía repetir Mahoma y con razón: "Quien se aleja de la ley divina acaba por volverse una bestia". No es, en efecto, la corteza lo que hace la planta, sino su naturaleza sorda e insensible; no es el cuero lo que hace la bestia de labor, sino el alma bruta y sensual; ni la forma circular del cielo, sino la recta razón, ni la separación del cuerpo hace el ángel, sino la inteligencia espiritual. "



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