Los hermosos años del castigo (fragmento)Fleur Jaeggy
Los hermosos años del castigo (fragmento)

"Al día siguiente, el hotel no logró mantener en secreto la noticia: la señorita más joven, tenía mi edad, se había ahorcado con la cortina de flores y hojas, en su cuarto. Para no perturbar a los clientes fueron discretos y no se vio el cadáver. La apariencia no violó el orden natural de las cosas. Es cierto que un suicidio no cabe en el orden natural de las cosas. Pero ¿cuál fue la diferencia? Volvieron a cerrar la cortina en la habitación. Yo pensaba en el invierno en el hotel. En las ramas de los árboles, los carámbanos lagrimeaban, en la primavera se derretían. Nunca los vi mientras se derretían.
Aquí está Frédérique. Se sienta. Su rostro está cerca del mío. Nos miramos. ¿Es un sortilegio el que une a los amantes? Bromeamos. Ella sonríe. Es nuestro último encuentro. «¿Qué has hecho con la muñeca?» «¿Qué muñeca?» Me miraba fijo a los ojos. Ella siempre la tuvo y parecía decir: consigo. La muñeca, explicó con paciencia, la que regalaba el colegio, la de Sankt Gallen, con el traje y la cofia. «Yo la tiré enseguida», dije. «No, tú no la tiraste, debes buscarla, la habrás dejado en alguna parte. Verás como la encontrarás, pero seguro que no la tiraste». Y casi me lo reprochaba. Como una santa, en cuyos ojos no se ha desvanecido del todo la ferocidad, un instante antes de la mansedumbre. Estaba segura de que yo no había podido tirar la muñeca. Hubiera sido deplorable. Se obstinaba todavía en ser la más disciplinada de todas, la más obediente. Y parecía reprocharme también el hecho de que no recordase ese monigote relleno, con la Tracht y los ojos pintados. Le tomo la mano. Esa mano que escribía en el colegio en Teufen. Y yo he copiado su caligrafía. Quiere un ejemplo. Escribo su nombre en una hoja. El que copia se convierte en el artífice. Adiós, Frédérique.
Es ella la que escribe la palabra adieu. Aquel pequeño sonido filisteo que escuché en Teufen se repite, se trastoca, se allana, se rinde, se convierte en parte de una lengua de muertos.
Después de veinte años me escribió una carta. Su madre le había dejado algo para vivir. Pero estaba harta de ser huésped del manicomio; de continuar así hubiera emprendido el camino del cementerio.
Estoy delante del edificio del colegio. Hay dos mujeres sentadas en un banco. Las saludé con la cabeza. No contestaron. Abrí la puerta. Una mujer sentada a una mesa. Otra de pie. Me dice qué quiero. Pregunté por el colegio.
Deletreé el nombre. Nunca lo ha oído. ¿Aquí en Teufen, sind Sie sicher? Me mira con ojos indagadores y malévolos. Sí, estaba segura. Yo había vivido en él.
Por un momento mi respuesta me pareció fútil. Me aconseja que vaya a Sankt Gallen. Allí hay muchas escuelas. Repetí una vez más el nombre del colegio. Me equivocaba, dijo. Me disculpé. Ésta, dijo, es una clínica para ciegos. Ahora es eso. Una clínica para ciegos. "



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