El mandarín (fragmento)José María Eça de Queiroz
El mandarín (fragmento)

"Mi existencia se deslizaba equilibrada y tranquila. Toda la semana sentado ante el pupitre de mi negociado, trazaba en una hermosa letra cursiva, sobre el papel de oficio del Estado, estas frases hechas: «Ilmo. y Excmo. Sr.: Tengo la honra de comunicar a V.E... Tengo el honor de poner en conocimiento de V.I. etc., etc.»
Los domingos descansaba. Instalado entonces en el canapé del comedor, la pipa entre los dientes, admiraba a doña Augusta, que, los días de fiesta, solía limpiar con clara de huevo la caspa al teniente Conceiro.
Esta hora, sobre todo en verano, era deliciosa. Por las ventanas entreabiertas penetraba el vaho cálido y soñoliento de la solanera, algún lejano repique de las campanas de la Concepción Nueva, y el arrullo de las tórtolas que se enamoran en las barandas.
El monótono susurro de las moscas se balanceaba sobre el viejo tul, antiguo velo nupcial de la señora de Marques, que cubría ahora, en el aparador, los platos de cerezas. Poco a poco, el teniente, envuelto en un paño de afeitar, como un ídolo en su manto, adormecíase, bajo la fricción suave de las cariñosas manos de doña Augusta... Yo, entonces, enternecido, decía a la amable señora:
--¡Ay, doña Augusta, es usted un ángel!
Ella, siempre me llamaba «el encanijado». Yo sonreía sin escandalizarme.
«El encanijado» era efectivamente el nombre que me daban en casa, por ser delgado, entrar en todas partes con el pie derecho, asustarme de los ratones, tener en la cabecera de mi cama una estampa de Nuestra Señora de los Dolores, que perteneció a mi madre, y andar un tanto corcovado.
Sí, era desgraciadamente corcovado, por lo mucho que doblé el espinazo, retrocediendo asustado delante de los señores profesores, o inclinando la frente ante jefes y directores generales. Esta actitud de respeto es conveniente al covachuelista, mantiene la disciplina en un Estado bien organizado, y me garantizaba el descanso de los domingos y días festivos, el uso de alguna ropa blanca y veinticinco duros al mes.
No puedo negar, a pesar de todo, que yo no tuviese ambiciones, como lo reconocían sagazmente la viuda de Marques y el pedante de Conceiro. No agitaba mi pecho el apetito heroico de dirigir, desde lo alto de un trono, vastos rebaños humanos; pero sí me abrasaba el deseo de poder comer en el Hotel Central, con champagne, apretar la mano de mimosas vizcondesas, y, por lo menos, dos veces a la semana, dormir, en un éxtasis mudo, sobre el fresco seno de Venus. ¡Oh, elegantes que os dirigíais vivamente a San Carlos abrigados en costosos paletots, luciendo la blanca corbata de «soirée!» ¡Oh, carruajes llenos de mujeres vestidas a la andaluza, rodando gallardamente hacia los toros, cuántas veces me hicisteis suspirar! Porque la certidumbre de mis veinticinco duros mensuales y mi gesto encogido de encanijado, me excluían para siempre de aquellas alegrías sociales, y venía entonces a herir mi pecho, como flecha que se clava en un tronco y queda mucho tiempo vibrando.
Aun así, yo nunca llegué a considerarme un paria. La vida humilde tiene sus dulzuras: es grato, en una mañana de sol alegre, con la servilleta al cuello, delante de un bistec con patatas, desdoblar el «Diario de las Noticias;» durante las tardes de verano, en los bancos gratuitos del paseo, se gozan suavidades de idilio; y es sabroso, de noche, en Martiño, mientras se toma a sorbos el café, oír a los charlatanes injuriar a la patria. "



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