Tres mujeres fuertes (fragmento)Marie NDiaye
Tres mujeres fuertes (fragmento)

"Y aquel hombre que podía transformar todo ruego de su parte en una súplica dirigida a ella observó cómo empujaba la verja y entraba en el jardín con el aire de un huésped que, ligeramente incómodo, se esfuerza en disimularlo, haciendo visera con la mano, aunque el día hubiese inundado ya de sombra el umbral que, sin embargo, iluminaba su extraña persona radiante, eléctrica.
—Vaya, pero si eres tú—dijo con su voz sorda, débil, poco segura en francés no obstante su dominio excelente de la lengua, pero como si la orgullosa aprensión que siempre había sentido hacia ciertos errores difíciles de evitar hubiera terminado por hacer tremolar su propia voz.
Norah no respondió.
Le dio un breve abrazo, sin apretarle contra ella, recordando que él detestaba el contacto físico por la manera casi imperceptible en que la carne fofa de los brazos de su padre se retraía a la presión de sus dedos.
Le pareció percibir un tufillo a moho.
Olor proveniente de la abundante floración, agotada, del grueso ceibo amarillo que extendía sus ramas por encima del tejado plano de la casa y entre cuyas hojas anidaba quizá ese hombre secreto y presuntuoso, al acecho, pensaba Norah incómoda, del menor ruido de pasos que se acercaran a la verja para alzar el vuelo y posarse torpemente en el umbral de su vasta morada de paredes de hormigón armado, o proveniente, ese olor, del cuerpo mismo o de las ropas de su padre, de su piel de viejo, arrugada, cenicienta, no lo sabía, no habría sabido decirlo.
A lo sumo podía afirmar que él llevaba ese día, que llevaba sin duda siempre ahora, pensaba, una camisa arrugada y manchada de aureolas de sudor y que sus pantalones tenían un color verdoso y lustroso en las rodillas, donde formaba feamente bolsas, ya fuera porque, volátil excesivamente pesado, caía cada vez que tomaba contacto con el suelo, ya porque, pensaba Norah con una compasión un tanto desalentada, también él, después de todo, se hubiera convertido en un anciano desaliñado, indiferente o ciego a la suciedad por más que guardase la costumbre de una elegancia convencional, vistiéndose como siempre lo había hecho de color blanco y mantequilla fresca y sin dejarse ver jamás, aunque fuera en el umbral de su casa inacabada, sin haberse subido el nudo de la corbata, ya porque saliera de algún salón polvoriento o volara de algún ceibo extenuado de florecer.
Norah, que llegaba del aeropuerto, había tomado un taxi y luego caminado largo rato en medio del calor, pues había olvidado la dirección exacta de su padre y sólo había podido encontrar el camino al reconocer la casa; se sentía pegajosa y sucia, disminuida.
Llevaba un vestido verde tilo, sin mangas, adornado de florecillas amarillas muy parecidas a las caídas del ceibo que alfombraban el umbral, y unas sandalias planas del mismo color verde suave.
Y observó, sacudida, que los pies de su padre estaban calzados con unas chancletas de plástico, él que siempre había puesto su puntillo, le parecía, en no dejarse ver jamás si no era con los zapatos, beige o blanco roto, lustrados. "



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