La piel del tiempo (fragmento)Luciano González Egido
La piel del tiempo (fragmento)

"Pero nada sirvió para hacer menos dolorosas sus lamentaciones, ni mitigar sus ataques de pánico, en los que veía el cadáver de su hijo, abierto en canal sobre la pared de enfrente de su lecho. Estaba tan perdida que acudieron a una ensalmadora, de la parroquia de San Juan de Barbalos, que sólo consiguió la certeza de su perdición. De nada sirvieron las velas a Santa Rita, ni las cuantiosas limosnas a los pobres, ni las misas encargadas a cuenta de la salud de la enferma, ni las promesas de donaciones para las necesidades de la Iglesia. El gozquecillo apareció, con el pelo sucio y la lengua fuera, pero vivo y coleando, con su gracioso mohín de curiosidad, que le hacía doblar la cabeza dubitativamente y que en otro tiempo les hubiera hecho reír a todos. Se lo llevaron a la cama de la enferma y dio tal alarido que se lo ocultaron enseguida y lo encerraron al otro extremo de la casa, donde no pudiera oír sus ladridos. Pero inexplicablemente, pasados unos días, lo volvió a ver, sin que nadie pudiera evitarlo. Estaba espantosamente crucificado sobre la pared enfrente de su cama, atravesado por un cuchillo de desollar reses y con el cuello descolgado sobre el pecho, con las manos y las patas abiertas en cruz y sujetas al muro encalado con gruesos clavos de herrar caballerías. Pero cuando se presentaron todos con candiles y faroles, alertados por sus llamadas, no vieron nada en el lugar que su dedo famélico señalaba con insistencia. El gozquecillo seguía en el chiscón donde lo habían escondido y no le encontraron ni heridas ni siquiera rasguños. La mujer estaba irremediablemente loca, lo que se confirmó por las acusaciones que repitió, pero esta vez a gritos, contra mi abuelo.
Por primera vez, el abuelo habló de fantasmas, a los que achacó todos aquellos accidentes, que traían a su nuera al borde de la muerte, después de haberla enlodazado en la locura. Esta salida pareció a todos una manera de escudarse contra aquellas acusaciones, que algunos empezaron a creerse. Estos fantasmas eran espíritus malignos, que vivían en los desvanes de las casas, condenados a purgar antiguas culpas y sometidos a soportar castigos horribles, que les hacían vagar eternamente en la oscuridad y les empujaban a vengarse en los humanos, sin más motivos que la contemplación de su felicidad. Escogían sus víctimas preferentemente entre los más jóvenes y más indefensos, como si su juventud les ofendiera y su debilidad los excitara. Eran cadáveres vivientes, que odiaban la vida; piltrafas putrefactas, que deseaban propagar sus desgracias, extendiendo el dolor, la podredumbre y la muerte, allí por donde pasaban, donde vivían y donde estaban muertos. Naturalmente no todos se creyeron aquella patraña, que supusieron formaba parte de las creencias infantiles del abuelo, hacía muchos años. Porque era muy viejo, a pesar de su buen aspecto, su vitalidad indomable y su verticalidad señera. Como si sólo fuera viejo por dentro y por fuera no se permitiera ni una arruga, ni una flojera en sus piernas, ni un decaimiento en su estatura. Pero no por eso dejaba de ser un viejo, devuelto a la niñez de los terrores nocturnos, de las visiones inexplicables, de los personajes fantásticos de la cuna, dotados de poderes ilimitados y dispuestos siempre a hacer el mal. Los tiempos habían cambiado y cambiarían aún más.
Pero el niño en el vientre de la madre estaba a salvo de aquellas fantasmagorías macabras. La criatura no parecía estar afectada por los trastornos de la enferma; seguía creciendo, incluso demasiado para los escasos alimentos de los que debía disponer, demostrando unas enormes ganas de vivir, que ponían en peligro la vida de la madre. Los médicos daban palos de ciego y, a la espera de un acierto de fortuna, confiaban que el parto se llevara la enfermedad por delante y que la condición de madre le devolviera la cordura. Sólo había que agotar los plazos previstos por la naturaleza y ayudarla en lo que se pudiera. La paciencia era también una virtud terapéutica y la confianza en Dios haría lo demás, mientras la mujer seguía deteriorándose, encerrada en su habitación, presintiendo amenazas por todas partes y no permitiendo que nadie entrara a verla, sobre todo mi abuelo, ante cuya presencia se encogía como un niño, aterido de frío, que temiera que lo golpeasen. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com