El peregrino (fragmento)Jesús Torbado
El peregrino (fragmento)

"Fue la propia abadesa la que abrió la puerta, que chilló sobre sus goznes. Detrás de ella había una especie de patio o claustro parcialmente cubierto por el voladizo del tejado, a cuyo resguardo les mandó atar la mula. La abadesa volvió a atrancar con una sólida barra de hierro.
—Nuestra regla no nos permite que entren hombres en esta casa, aunque en una noche como ésta y tratándose de santos peregrinos, sin duda el Señor nos perdonará la falta.
—Haremos penitencia por ello, señora —dijo Martín—. Es muy negra la noche y nos hemos perdido.
Era una mujer grande y fuerte, de unos cuarenta años. Vestía una túnica gris claro que dejaba arrastrar por el suelo, pero llevaba la cabeza descubierta. El pelo le caía liso y ordenado hasta la mitad de la espalda. A su lado, con un cirio corto en la mano, otra monja que parecía más joven se ocultaba bajo una toca negra.
—Deberíais cenar algo caliente —dijo la abadesa. Luego se volvió para ordenar a la joven—: Vete a la cocina a preparar la sopa. Tomó el cirio de ella y se lo pasó a Martín. Al otro lado del patio abrió una puerta y la temblorosa luz iluminó una habitación de buen tamaño, con una mesa en el centro y cuatro lechos adosados a las paredes.
—Aquí podréis pasar la noche. ¿De dónde venís? Sin atreverse a sentarse, aunque lo estaba deseando, Iscam le contó algunos pormenores de su último y difícil día de viaje, así como quiénes eran ellos dos y los fervientes deseos que tenían de llegar cuanto antes a Compostela. La abadesa dijo que se llamaba doña Martana, que era discípula y seguidora de la famosa santa Egeria la Peregrina, la que había escalado el monte Sinaí, el monte Nebo, el Carmela, el Hebrón, el Tabor, el Tauro, el Teleno y todos los otros montes sagrados de la tierra.
Por tal motivo había ella erigido su casa en la cima del Cebrero, en las proximidades de Dios, y allí vivía con otras cuatro sórores dedicada a la meditación y a alabar al Altísimo. No seguían otra regla que la que ella misma había impuesto, pues era también propietaria de la abadía y de los terrenos circundantes, comprados con el dinero que le había legado su difundo padre, un poderoso caballero de Galicia.
—En mi juventud, también yo fui peregrina y llegué incluso a Roma y a Jerusalén, junto al sepulcro del Señor, acompañando a mi padre. En nuestro monasterio guardo muchas sagradas reliquias: una piedra sobre la que cayeron las lágrimas de Cristo en la cruz, una huella del pie de la Virgen, un diente de leche del Niño Jesús, el velo de santa Ana, una gota del sudor de Moisés convertida en piedra, está recogida en el Sinaí por santa Egeria, varios huesos de los santos Inocentes y muchas otras que llenan dos arcas grandes, casi todas reunidas por mí misma. Mañana podréis verlas.
—También nosotros tenemos muchas reliquias valiosas —dijo Martín—. Con gusto pagaremos tu hospitalidad con la que más aprecies de todas las que guardamos.
—O podremos cambiarlas —añadió cauto Iscam.
Doña Martana les invitó a sentarse en las camas; ella misma, con sus manos tan gruesas como calabazas, les ayudó a "descalzarse. Dos monjas entraron con palanganas de agua caliente y les lavaron delicadamente los pies. Luego vino la que se había asomado a la puerta. Sostenía en sus manos una olla de sopa de carne y verduras y les sirvió en sendas escudillas de latón muy brillante.
—Es la sopa más sabrosa que he comido nunca, doña —dijo Martín.
La abadesa sonrió y posó su mano sobre los cabellos rojos y todavía mojados del peregrino. Antes de que hubieran terminado de comer se retiraron las cuatro, pues había llegado una de sus horas de rezo, dijo doña Martana. Oyeron cómo una tranca cerraba la puerta por fuera.
Martín e Iscam estaban tan fatigados que apenas se dieron tiempo para reconocer su gran fortuna y regocijarse en ella.
La habitación era fría y austera, más propia de campesinos pobres que de ricas mujeres devotas, pero nunca hubieran esperado tan caritativo trato en aquel paraje desolado y remoto. Así lo reconoció en voz alta Martín mientras rezaba y daba gracias a Dios, de rodillas sobre el suelo de pizarra negra. Se desnudaron de las ropas húmedas del viaje y se tumbaron a dormir envueltos en las mantas que les habían dejado las monjas. "



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