El halcón de oro (fragmento)Frank Yerby
El halcón de oro (fragmento)

"Para una mujer del pudor de Blanca, el simple pensamiento de que tenía que ser examinada por un médico significaba una grave preocupación. Pero ante las graves y cariñosas maneras de Mendoza, su repugnancia se suavizó bastante. Pérez, por el contrario, la disgustó. El joven médico tenía una expresión a la vez adusta y artificiosa. Su mirada saltaba sin detenerse. Blanca sospechó que se trataba de un charlatán. Pero en esto se equivocaba. José Pérez era tan buen médico como todos los demás de Santa Marta, que es como decir que todos poseían una terrible ignorancia sobre los hechos más elementales relacionados con la vida humana y la salud. Sin embargo, esta ignorancia era más o menos compartida por todos los médicos del Nuevo Mundo, incluyendo al gran Mendoza. Lo que distinguía a éste del resto de sus colegas era una instintiva simpatía y comprensión, que le permitía calar hondo en la naturaleza humana. Aparte de esto, poseía un saludable escepticismo, que le hacía comprender su propia ignorancia y avanzar cuidadosamente partiendo de ella.
Mendoza examinó a Blanca cubierta con una gran sábana, de modo que no vio su cuerpo. Pérez encontró esto inadecuado, pues la belleza de Blanca le había inflamado instantáneamente. Pero era demasiado prudente para protestar, cuanto más que notó que el sistema de Mendoza había obtenido la inmediata aprobación de don Luis.
El examen duró largo rato, y fue muy minucioso. Terminado éste, los hombres abandonaron la habitación, dejando a Blanca enferma de vergüenza por los manoseos y pruebas a que habían sometido a su cuerpo. Sin embargo, estaba muerta de curiosidad por oír la conversación que sostenían en aquel momento en el salón, pero para ello tenía que levantarse y vestirse con ayuda de Quita. De pronto se le ocurrió una idea. Con rápido ademán señaló hacia la puerta, ordenando a Quita que prestara atención a lo que se decía al otro lado.
Quita sonrió y se apresuró a obedecer. Al igual que a la mayoría de los criados, no había nada que le gustara más a la india que escuchar detrás de las puertas. Así que aquel mandato hizo su felicidad. En el salón, don Luis escuchaba atentamente con expresión concentrada.
-De lo que he podido comprobar -dijo Mendoza lentamente- se deduce que la señora no tiene ningún impedimento que le impida ser madre. Es joven y capaz de concebir, aunque esté un poco delicada de salud.
-¿Por qué no tengo hijos entonces? -preguntó don Luis.
-Francamente, no lo sé -murmuró Mendoza-. Hay una explicación que tengo grandes sospechas de que es válida para el presente caso, pero que vacilo en exponer, pues podría pare- ceros ofensiva, señor.
-Exponedla -repuso con acento seco don Luis-. No es ocasión para andarse con delicadezas y cumplidos.
-Vuestra esposa no desea tener hijos. Al menos, un hijo vuestro…
Don Luis, que se había levantado a medias de su asiento, se dejó caer de nuevo en él.
-Existen muy distintos grados de fertilidad en las mujeres. Sospecho que vuestra esposa no está hecha para concebir más que dos hijos todo lo más. Ahora, su miedo al parto, o quizás alguna otra confusión de sus emociones, actúa como una poderosa barrera en el acto de la concepción. Si queréis aceptar mi consejo, dedicaos una vez más a ella como un tierno enamorado. Si esto no os da resultado, entonces ya podéis apresuraros a adoptar un heredero, pues doña Blanca no concebirá, a menos que…"



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