Contra el viento (fragmento)Ángeles Caso
Contra el viento (fragmento)

"Luego, mordiéndose los labios y sintiendo cómo la cara se le mojaba con las lágrimas, se alejó hacia Faja, donde se despediría de doña Natercia y cogería la furgoneta que cada mañana bajaba hasta el puerto de Tarrafal. Acababa de amanecer. Había algunas pequeñas nubes blancas, y a través de ellas la luz se volvía rosada y parecía envolver las cosas en un velo, como si el mundo se meciera durante un rato en una suavidad engañosa, que terminaría en cuanto el sol se abalanzase inclemente sobre la tierra, aguzando las puntiagudas aristas de cada roca, haciendo arder el polvo que se pegaría a los pies como ascuas punzantes, silenciando a los pájaros que permanecerían ocultos entre las ramas de los frutales de las huertas, empujando a los duros lagartos a buscar enfebrecidos el menor atisbo de sombra, obligando a cada criatura a mantener una feroz lucha por la supervivencia.
São caminó a toda prisa. Jovita apartó de un manotazo violento las moscas que se arremolinaban a su alrededor como si percibiesen su repentina indefensión. Soltó una maldición —¡Malditos bichos del demonio, id a pudriros en el infierno!—, echó un vistazo a su mecedora y luego, sintiéndose incapaz de respetar su propia costumbre, entró en la casa y se tumbó en el catre. Y se quedó allí muchas horas, con los ojos penosamente secos, viendo cómo poco a poco el calor iba entrando a través de la ventana abierta e inundaba cada grieta de la pared, cada resquicio de los muebles, cada poro de su piel sudorosa y de pronto maloliente. Un calor que aquel día, quizá por primera vez en su vida, le pareció insoportable.
Durante los siguientes tres años, São cuidó de la familia Monteiro. Los Monteiro vivían en una casa grande en el mejor barrio de la ciudad. Había un jardín lleno de arbustos y ñores, en el que permanecía mucho tiempo jugando con los niños, pues su tarea fundamental era la de ocuparse de ellos. También los llevaba a menudo a la playa, aunque esa parte del trabajo no le gustaba: tenía que vigilar todo el tiempo para que los críos, que eran de piel muy clara, no se quemasen, y también para que no entrasen en el mar, cuyas olas feroces podían englutirlos en un minuto. Y no era fácil mantener bajo control a cuatro niños tan pequeños. A veces São llegaba a pasar verdadero miedo, y sentía cómo el corazón se le ponía en la garganta cuando alguno de ellos se le escapaba y aparecía de repente en la orilla, rebozado en arena y gritando porque una ola lo había tirado al suelo. Un día se le perdió Zezé, la niñita de tres años. Ella estaba haciendo un gran castillo con Sebastião y Jorge, mientras Zezé y Loreto dormían. De pronto alzó la vista, y se dio cuenta de que la cría no estaba allí, arrebujada entre las toallas bajo la sombrilla, donde la había visto unos minutos antes. Miró hacia todas partes, a la orilla del agua y a lo largo de la playa, pero no la vio por ningún lado. Sintió cómo el pánico la invadía, y comenzó a dar voces llamándola y agitando los brazos en el aire como si hubiera enloquecido repentinamente. Enseguida se arremolinaron otras mujeres a su alrededor, y también algunos muchachos que jugaban al fútbol y acudieron al ver el revuelo. Nadie la había visto. "



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