El sol de los Scorta (fragmento)Laurent Gaudé
El sol de los Scorta (fragmento)

"Me gusta venir aquí. Vengo a menudo. Es un viejo erial donde sólo crecen malas hierbas, barridas por el viento. Todavía se ven algunas luces del pueblo. Apenas. Y la punta del campanario de la iglesia, allá lejos. Aquí no hay nada. Sólo ese viejo mueble de madera medio hundido en la tierra. Aquí es donde quería traerlo, don Salvatore. Y ahí es donde quería que nos sentáramos. ¿Sabe qué es ese mueble? Es el antiguo confesionario de la iglesia, el que se utilizaba en tiempos de don Giorgio. Lo cambió el cura que lo precedió a usted. Los hombres que llevaron el nuevo sacaron éste de la iglesia y lo dejaron aquí. Nadie ha vuelto a tocarlo. Se ha estropeado. Se le ha ido la pintura. La madera se ha podrido. Se ha hundido en la tierra. Me siento en él a menudo. Es de mi época.
No piense que me estoy confesando, don Salvatore. Si lo he traído aquí, si le pido que se siente conmigo en ese viejo banco de madera, no es para que me dé la absolución. Los Scorta no se confiesan. Mi padre fue el último en hacerlo. No frunza el entrecejo; no lo estoy insultando. Sencillamente soy la hija de Rocco, y el hecho de que durante mucho tiempo lo haya odiado no cambia nada. Su sangre corre por mis venas.
Lo recuerdo en el lecho de muerte. Tenía el cuerpo brillante de sudor. Estaba pálido. La muerte ya se le había metido bajo la piel. Se tomó su tiempo para mirar alrededor. El pueblo entero se apretujaba en la pequeña habitación. Paseó la mirada por su mujer, por sus hijos y por la muchedumbre a la que había aterrorizado, y con una sonrisa de moribundo, dijo: «Alegraos. Me muero.» Sus palabras me quemaron en la cara como una bofetada. «Alegraos. Me muero.» Los montepuccianos seguramente se alegraban; pero nosotros tres lo miramos con grandes ojos vacíos al lado de la cama. ¿Qué alegría íbamos a sentir? ¿Por qué íbamos a alegrarnos de su muerte? Esa frase iba dirigida a todos por igual. Rocco siempre estuvo solo frente al resto del mundo. Yo debería haberlo odiado, no haber sentido por él más que el aborrecimiento de los hijos insultados. Pero no pude, don Salvatore. Me acordé de un gesto que tuvo conmigo. Justo antes de acostarse para morir, me pasó la mano por el pelo. Sin decir nada. Era la primera vez que lo hacía. Deslizó su mano de hombre por mi cabeza, suavemente, y nunca he sabido si ese gesto fue una maldición suplementaria o una muestra de afecto. Nunca he podido resolver esa duda. Acabé concluyendo que se trató de ambas cosas a la vez. Me acarició como un padre acaricia a su hija, y depositó la desgracia en mi pelo como habría hecho un enemigo. Si soy hija de mi padre, se debe a ese gesto. Con mis hermanos no lo tuvo. Fui la única que quedó marcada. Todo el peso recayó sobre mí. Sólo yo soy hija de mi padre. Domenico y Giuseppe fueron renaciendo lentamente, con el paso de los años. Como si no los hubiera engendrado ningún padre. Conmigo, él tuvo ese gesto. Me eligió. Estoy orgullosa de ello, y que lo hiciera para maldecirme no cambia nada. ¿Puede usted comprenderlo? "



El Poder de la Palabra
epdlp.com