El reposo del guerrero (fragmento) "Era una mañana radiante. El arrullo de las palomas nos acompañó hasta la partida. Con Simone al volante, tomamos la gran curva en horquilla. Durante un breve instante, Renaud levantó la cabeza y miró hacia el espolón de Saint-Paul. Mi temperatura bajó en tres días. Alex había dicho: ''Tal vez sea una falsa alarma. Contigo nunca se sabe. Pero aprovechemos la ocasión. Es demasiado buena para desdeñarla. En cualquier sitio estarás mejor que aquí". Falsa alarma. O reflejo de defensa admirablemente condicionado. Mi cerebro había formado tal vez un nuevo centro vital. El centro del amor. Podría elegir el fenómeno como tema de tesis: entre los místicos con estigmas y los perros de Pavlov; en todo caso, era muy práctico. Ya sólo tenía que recobrar fuerzas para el invierno, que se anunciaba duro. Renaud no soportaba la montaña; se moría de miedo en ella; los montes lo agobiaban como si los tuviera encima; hasta de noche sentía su peso. Quería huir al mar, como un cangrejo llevado a la ciudad. Si el cangrejo se escapa de la cesta, ya se sabe que correrá en seguida en la dirección vital. Es indudable que, si yo me hubiese hecho humo, Renaud se hubiera ido por ese camino con el instinto como guía. Yo sentía cómo tironeaba; su estado era el de nostalgia aguda. Por una vez, la tierra no era tan redonda; había un sentido privilegiado que se llamaba, por el momento, el Mar. Se cerraba mal la cicatriz de una carne cortada. Había una llaga en el costado, como la de un hermano siamés operado. Renaud sufría en el flanco. Tenía ahora un tic: miraba de lado, como si esperara encontrar a alguien. Pero no, no había nadie. Se olvidaba del asunto con cualquier ocupación y luego vuelta a mirar. Yo recordaba ciertas actitudes de Coco en momentos de privación; metía constantemente la mano en el bolsillo derecho, donde tenía la jeringa; la retiraba y, a los pocos segundos, volvía a meterla. También pasa lo mismo al fumador: tiende la mano hacia el cenicero y se acuerda de que ya no tiene cigarrillos, tiende la mano y se acuerda, tiende la mano y se acuerda, hasta el infinito. Jamás quedará convencido. Renaud hacía transferencias sobre cuanto estaba a su alcance: aceitunas, cacahuetes, pedacitos de queso o mi misma persona; las más de las veces, era un vaso. Era preciso ocupar las manos, los dientes o sabía Dios qué; había que llenar en algún sitio un agujero que no tenía nombre. Yo sabía el nombre de sobra y hubiese puesto a gusto mi cabeza en el tajo con tal que no se tratara del amor, como creía Simone, sino de algo mucho más turbio e indefinible, de una escapatoria, siempre la misma. De ese deseo de volver la espalda a la realidad, de perderse, de destruirse, de lo que era tal vez, muy en el fondo, la atracción de la muerte. ¡Ah! Yo lo empujaría, sin embargo, hacia el otro lado. Lo haría a pesar de sus resistencias sutiles y complejas, a las que dedicaba toda su inteligencia en lugar de emplearla en vivir y ser feliz. Era una energía enorme arrojada a un negro abismo, sin beneficio para nadie, cuando, bien utilizada, hubiera hecho de él un vencedor y de su vida un éxito. Sin decir una palabra, yo lo empujaba hacia el norte desde que me había sentido repuesta, en menos de dos semanas. Era pesado y costaba empujarlo. Se empapaba como una esponja para propulsarse. Con la botella negra en la mano, bebía de ella en el coche, insolente y provocador, aunque mudo, a la espera de un reproche que nunca llegaba. Era una espera a la que yo replicaba pisando con más fuerza, imperturbable y también muda, el acelerador, segregando kilómetros con una determinación inalterable. Ni un barril de whisky reprobador podía nada contra esta determinación. Cada kilómetro que me metía en el bolsillo, que agregaba a mi haber, a mi arsenal, aumentaba la distancia salvadora entre él y la muerte, le procuraba una nueva posibilidad de vivir, a su pesar. Lo había atado y tiraba de la carretera como de una cuerda. El cable que trae al náufrago se iba acortando. Yo iba ganando, ganando. El espacio trabajaba a mi favor. Renaud, con su alma replegada, cambiado junto a mí en estatua de sal como la mujer de Lot, se había congelado en una embriaguez que le era necesaria para hacer frente, pero que también le paralizaba. Esta vez, yo lo había recogido justo a tiempo. " epdlp.com |