El cantar del fuego (fragmento)A.B. Yehoshúa
El cantar del fuego (fragmento)

"Aunque su marido no esté con ella para vigilar su sueño en ese lugar eventual, los párpados se le cierran solos, la funda de las fotos cae a sus pies y el ruido de los motores viene a unirse a la intimidad de su ser. Cuando un aroma a bollería calentita y recién horneada le hace abrir los ojos, se encuentra al joven del asiento de al lado dando buena cuenta del desayuno.
«Te deseo de verdad», le ha espetado a su marido, como quien no quiere la cosa, antes de despedirse de él, pero todavía no sabe muy bien qué ha querido decir con eso, qué es lo que la ha empujado a decirle eso en el último momento. ¿Lo habrá hecho para hacerle daño porque él no ha insistido lo suficiente en acompañarla? Aunque la verdad es que quería ir sola. ¿O habrá sido para que la añore más en su ausencia y así dejar abierta una puerta a la esperanza para cuando vuelva? Sí, la verdad es que él tiene razón. El sí ha mostrado deseo y lo ha intentado todo. A ella, en cambio, a pesar de querer proporcionarle el placer que buscaba, no le parecía justo que él se quedara tan satisfecho mientras su mujer, que veía su deseo frenado por la preocupación del viaje, debía renunciar a que la echara de menos en su ausencia. Aunque nunca le ha dado una especial importancia al sexo, ni de joven ni, por supuesto que tampoco en la actualidad, cuando se encamina ya en plena madurez hacia el último tercio de su vida, sabe muy bien que el amor de su marido merece una atención física más frecuente. Sólo que no siempre se siente con los ánimos suficientes como para anteponer el sexo al simple cariño.
Se vuelve hacia la ventanilla. Mientras dormía, las nubes se han desgarrado en unos ligeros tallos de plumón y la luz del día, ahora, pone al descubierto las amplias extensiones de desierto que besan el golfo. ¿Será eso África? De su visita anterior de hace tres años recuerda el cautivador color rojizo de esa tierra y a los africanos envueltos en paños multicolores y andando descalzos con toda tranquilidad. En contra de lo que mandan las ordenanzas, su cuñado los había alojado en las oficinas de la delegación, que estaba cerca de su piso, no sólo para ahorrarles los gastos del hotel, sino para que pudieran estar siempre juntos, y desde la ventana de la oficina una vez había tenido la ocasión de ver a su hermana, temprano por la mañana, comprándole leche y queso a una africana gorda que llevaba una especie de cofia de la que asomaba una pluma verde. El corazón de Daniela sale ahora al encuentro de la fina silueta de su hermana envuelta en un viejo chal de lana que andaba ya por casa de sus padres.
La funda con las fotos de los nietos ha rodado mientras dormía hasta los pies de su vecino de asiento, quien, sin darse cuenta, las está pisando en este momento. Daniela le pide educadamente que se las recoja y él se disculpa diciéndole que no se había dado cuenta. La azafata, que ya está retirando las bandejas vacías del desayuno le pregunta si todavía quiere desayunar. Por un momento duda, pero finalmente decide no renunciar a ello. Pero al retirar la tapa de aluminio del plato principal y probar el primer bocado se ve asaltada por unas náuseas como las que sintió hace ya tantos años, al principio de los embarazos. "



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