La espantosa intimidad de Maxwell Sim (frragmento)Jonathan Coe
La espantosa intimidad de Maxwell Sim (frragmento)

"Tres meses después, recibí una carta del padre de Bárbara. Me contaba que Bárbara estaba embarazada, y que creía que yo era el responsable. Estaba claro por la carta que esperaba que hiciera lo que se seguía considerándose correcto en esa época.
Así que, mes y medio después, nos casamos.
Vivimos unas meses en casa de sus padres, cerca de la fábrica de Cadbury en Bournville, pero no era un plan muy cómodo. Obtuve un puesto de ayudante bibliotecario en una escuela técnica de la ciudad, y al poco tiempo ya habíamos conseguido juntar el dinero necesario para alquilar un pequeño piso en Northfield. Nuestro primer y único hijo, Max, nació en febrero de 1961.
Pasarían otros cincos años antes de que pudiésemos ahorrar lo suficiente para pagar la entrada de una casa en propiedad; y en ese momento nos trasladamos a Rubery, a una anónima casa de tres dormitorios revocada de guijarros, en una calle sin personalidad de casas parecidas, bastante cerca del campo municipal de golf al pie de las Lickey Hills.
Vivimos allí la mayor parte de las dos décadas siguientes; y también fue allí, en la primavera de 1967, donde vi a Roger Anstruther por última vez.
No sé cómo encontraría mi dirección. Lo único que sé fue que se plantó en mi umbral un domingo de mayo al anochecer. En la City, Roger siempre se había distinguido por su aspecto característico. Aquella noche, cuando se materializó sin avisar en las afueras de Birmingham, llevando una larga capa negra como antes, pero con el añadido de un sombrero de fieltro a juego, estilosamente ladeado en la cabeza, resultaba totalmente extravagante. Al principio, al verlo, me quedé demasiado sorprendido como para que me salieran las palabras, y sólo pude hacerle un gesto para invitarle a pasar.
Lo llevé al cuarto de atrás, al que Bárbara, Max y yo llamábamos “el comedor”, aunque casi nunca comíamos en él. No había ni ginebra ni tónica que ofrecerle a Roger, así que tuvo que conformarse con un jerez dulce. Bárbara estuvo con nosotros un rato, pero no tenía ni idea de quién era aquel desconocido tan extraño (nunca le había hablado de Roger) y estaba claro que se encontraba incómoda en su presencia. Al poco rato, se fue a la salita de al lado, a ver la televisión con Max. Recuerdo que el día de regreso a Plymouth de Francis Chichester, tras su triunfal vuelta al mundo, y los tres habíamos estado viendo la retransmisión en directo. Incluso mientras hablaba con Roger, se oían los gritos de entusiasmo de la gente a través de la fina pared divisoria, y la voz estentórea del comentarista de la BBC.
Al principio nos costó mantener una charla intrascendente, pero con su franqueza habitual Roger tardó poco tiempo en explicarme a qué se debía su visita. Se marchaba del país. Me dio a entender que Inglaterra ya no tenía nada que ofrecerle. En los años transcurridos desde que lo había conocido, se había convertido al budismo, y ahora quería viajar al lejano Oriente. Iba a empezar por Bangkok, donde le habían ofrecido un trabajo de profesor de inglés de los estudiantes de la ciudad. Pero antes de partir, me dijo, había sentido la necesidad de “darles sepultura” a algunos “fantasmas” de su pasado.
Me lo tomé como una alusión a mi persona, y le dije, bastante indignado, que no me consideraba un fantasma, sino un ser vivo de carne y hueso.
-Y esto… -dijo Roger echando un vistazo general a nuestro comedor, con su pulcra serie de adornos, la “mejor” porcelana expuesta en el aparador y los paisajes baratos enmarcados colgando de la pared- es lo que tú consideras “vivir”, ¿no?
No contesté. Afortunadamente, fue el único comentario que hizo Roger aquella noche que implicaba una crítica a la vida que yo había elegido para mí mismo.
La mayor parte del tiempo estuvo en un plan bastante conciliador. Se quedó poco más de una hora, porque tenía que coger un tren de vuelta a Londres-Euston a tiempo de hacer las maletas para su partida al día siguiente. Me preguntó si le perdonaba cómo se había portado conmigo. Le dije (sin ser totalmente sincero) que raramente pensaba en ello, y que cuando lo hacía era sin ningún tipo de rencor o resentimiento. Me dijo que se alegraba de oírlo, y me preguntó si me podía escribir de vez en cuando desde Bangkok. Le dije que sí, si le apetecía.
La primera postal de Roger llegó como un mes después. A lo largo de los años la siguieron muchas otras, a intervalos tremendamente irregulares y desde los sitios más diversos, como Hanoi, Pekín, Mandalay, Chittagong, Singapur, Seúl, Tokio, Manila, Taipéi, Bali, Yakarta, el Tíbet, o cualquier otro que se les pueda ocurrir. Por lo visto, nunca se quedaba en el mismo sitio más que unos cuantos meses. A veces parecía que trabajaba, otras que sólo viajaba, llevado por aquel perpetuo espíritu de búsqueda infatigable que formaba parte esencial de su naturaleza. Alguna que otra vez (pero muy de tarde en tarde) le contestaba, pero seguía sin fiarme de Roger, y siempre ponía mucho cuidado en no desvelarle demasiadas cosas sobre mí o sobre mi vida. Me limitaba a escribirle unas líneas describiéndole a grandes rasgos los últimos acontecimientos: que Max había aprobado cinco de sus exámenes de Primaria, por ejemplo, o que habían aceptado publicar un poema mío en una pequeña revista local, o que Bárbara se había muerto de cáncer de mama a los cuarenta y seis años. "



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