El turno del escriba (fragmento)Graciela Montes
El turno del escriba (fragmento)

"Al alba se echaron a vuelo las campanas de las iglesias y los monasterios, que no son pocos en Génova, y desde entonces no han dejado de repicar. Los gorriones, las palomas, los mirlos, los vencejos, asustados por el tañido interminable, no se atreven a posarse en las torres y los campanarios. Tampoco las gaviotas, espantadas por el ajetreo, se atreven a acercarse al agua, y chillan feroces desde el aire. Todos esos pájaros ruidosos revoloteando sobre la ciudad parecen haberse sumado a los festejos. De las tres sedes que tiene la Comuna, de las torres de las familias altas, de cada una de las cornisas y ventanas de la espléndida línea de fachadas blanquinegras de la Palazzatta, cuelgan tapices de oro y de seda púrpura, y telas fastuosas con el emblema rojo de la ciudad y la figura de su santo patrono, el que ganó fama y gloria ensartando dragones. Las que han colgado de las ventanas del Palazzo del Mare son especialmente pesadas y suntuosas. Entre las almenas han clavado banderas, y eso explica que Rustichello haya encontrado abierta la trampa que conduce al techo y se haya topado con el percance intestino de un guardia que el día anterior había estado trajinando con los paños. Los Doria sobre todo, que también en esta ocasión se sienten los dueños de la jornada, han abierto sus arcas y gastado sus buenas monedas no sólo en adornar las fachadas sino en repartir entre los pobres vestidos nuevos y pan blanco. Como el reparto se hace en nombre del desdichado Ottaviano, muerto en la batalla, los favorecidos han estado desfilando por el palacio de Domoculta desde las primeras horas de la mañana para presentar sus respetos a la madre del muchacho.
Las noticias se anticiparon a la flota y a esta altura todos conocen los hechos. Saben de los muertos principales, del furor de los venecianos, que eran más y daban por segura la victoria, de las miles de bolas de fuego que arrojaban los mangoneles, de las flechas que oscurecían el aire y del ruido aterrador de los espolones traspasando los cascos. La batalla pasó a ser de todos, se la cuenta y se la oye contar en el interior de las casas, los pórticos, los playones de los caravaneros, los bancos y los mercados. Cinco semanas atrás, frente a la isla de Curzola, en el Adriático, Venecia, la altiva, la que se llama a sí misma la novia del mar y que cada año celebra con él sus esponsales, fue derrotada en sus propias aguas por los genoveses, que ahora vuelven a casa con las presas ganadas. En tiempos en que las guerras se dicen santas, ellos creen que también esta batalla se ganó con la bendición divina. La victoria coincidió con la víspera de la Natividad de la Virgen, por lo tanto la Virgen misma, como recompensa a sus plegarias, que los genoveses nunca le han hecho faltar, como tampoco cirios, trajes de seda y brazaletes de oro, les ha concedido el regalo de dieciocho galeras enemigas hundidas en batalla, sesenta y seis capturadas y destruidas allí mismo, en las playas de Curzola, siete mil venecianos muertos y otros tantos capturados, que ahora, al desfilar por la Ripa y las calles, ofrecen un espectáculo soberbio y una advertencia al mundo de qué cosas Génova es capaz. Sí, María se había portado bien con ellos. De aquí en más recibirá la ofrenda de un nuevo manto de oro para cada aniversario.
El relato de la batalla se mezcla con otros relatos, los contiene y abraza, los embellece y los talla para la historia como inscripciones en la piedra. El de Ottaviano, el hijo del almirante, es uno. En mitad de la refriega cayó malherido sobre el puente de la nave, murió en brazos del padre, que ordenó arrojar el cuerpo al mar para no hacer peligrar el desenlace de la batalla. "



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