Burguesía soñadora (fragmento)Pierre Drieu La Rochelle
Burguesía soñadora (fragmento)

"Todo lo que desviaba la atención de su madre de él, todo lo que la ocupaba o la distraía, todo lo odiaba y lo negaba Yves. Habría querido rodearla de una red de minuciosas e insensatas prohibiciones como un amante tanto más tiránico cuanto mayor es su debilidad.
El paseo se anunciaba de nuevo tan feliz que Yves habría querido iniciarlo de inmediato. De modo que se impacientó porque su madre se demoraba de nuevo en el tocador. Que se encerrara allí tan en secreto era además un hecho novedoso y que privaba a Yves de una de sus más preciadas prerrogativas, la de entrar en cualquier momento y contemplarla sin cesar.
Al fin apareció Agnès, más bonita que nunca. Pero era fruto de prácticas desconcertantes que la habían vuelto extraña para Yves. Jamás le había visto aquel tono rosa más oscuro en las mejillas. Así, el deleite que le produjo aquella aparición le desgarró el corazón.
Sin embargo, salieron a la calle. Bajo un agradable sol invernal, la calle Caumartin estaba atestada de simones, ómnibuses, carruajes privados, camiones. Yves sintió un momento de felicidad, el mismo que tenía siempre cuando volvía a ver de cerca aquella marea que observaba sin cesar desde la ventana de su habitación en el cuarto piso. Volvía a encontrar los caballos que adoraba y que llenaban la calle con su multitud abigarrada, elegante o miserable.
Y enseguida llegaron a los bulevares, que lo entusiasmaban, y que Marie, cuando lo llevaba a las Tullerías, atravesaba siempre con demasiadas prisas. Tenía mil preguntas y exclamaciones, a las que su madre se aplicó con esmero a contestar aquel día. Tan bien lo hizo que Yves olvidó su recelo y se comportó como en un país conquistado: se embriagó con su propio cotorreo. En primer lugar, hubo que parar largo rato en la zona en desnivel del bulevar de los Capuchinos donde se hallaba el inmenso Depósito de vehículos pequeños. Al lado, delante del Grand Café, fueron precisas difíciles explicaciones sobre el cinematógrafo, que se presentaba como novedad. A pesar de la decepción de la primera vez ante aquella pantalla parpadeante de escenas banales, como la de un tren entrando en una estación, que le habían obligado a contemplar durante largo rato una tarde al fondo del café, Yves se sentía aún atraído por el cinematógrafo. Empezó a alborotarse, a saltar y a tirar de Agnès en una dirección y luego en otra, a hacer reflexiones sobre todo quisque. Era tan dueño de la calle como de su madre; debía abusar de lo que poseía. Su exaltación no conoció límites cuando divisó lo que más le emocionaba de todo desde hacía un tiempo: los "hombres de bronce". Tres hombres con traje plateado y el rostro untado con una pasta metálica, se detuvieron delante de la terraza de un café y, tras una presentación muy ruidosa y exaltada, adoptaron súbitamente una pose. Uno sostenía un fusil, el otro una corneta, el tercero estaba herido. Eran soldados en pleno combate. Era la vida de los hombres. Yves sintió escalofríos en lo más profundo del alma. "



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