Kallocaína (fragmento)Karin Boye
Kallocaína (fragmento)

"La mañana siguiente, a la hora del desayuno, nos condujeron a uno de los comedores. Obviamente, no éramos los únicos huéspedes que habían dormido en el Palacio Policial: en aquella gran sala se habían congregado ya en torno a las mesas otros setenta conmílites de ambos sexos, todos adultos de distintas edades. Alguien nos saludó con la mano desde su puesto. Era el mismísimo Karrek, que se había sentado con sus gachas de maíz entre todos aquellos desconocidos. Por muy superior que fuese su rango, nos alegró de verdad ver una cara familiar, y él tampoco parecía tener nada que objetar a nuestra compañía.
—He solicitado audiencia para los tres ante el presidente de la Policía —anunció—. Y tengo razones para creer que irá rápido. Deberían recoger el equipo cuanto antes.
Como es natural, me apresuré a ingerir el desayuno y eché a correr en busca del instrumental de la kallocaína. Luego resultó que había exagerado un poco con tanta prisa. Una vez que hubimos bajado los tres a la sala de espera del presidente de la Policía, tuvimos que aguardar más de una hora a que se abriera la puerta de la sala interior. Por si fuera poco, había tres personas esperando delante de nosotros, así que supuse que se retrasaría bastante.
Sin embargo, nos dieron preferencia. Un hombrecillo ágil y diligente abrió la puerta, se acercó a Karrek y le susurró algo. Karrek nos señaló y nos condujeron a los tres a una nueva sala de espera, donde volvieron a cachearnos. En general se cuidaba aquí la seguridad muchísimo más que en nuestra Ciudad de la Química, naturalmente, porque las vidas que aquí se protegían eran mucho más excepcionales y preciadas que ninguna otra en todo el Estado del Mundo. Ya en la sala de espera, y tanto más en la antesala y en el propio despacho del presidente policial había policías con las armas en ristre. Así que por fin nos hallábamos ante el poderoso.
Una figura recia se giró en la silla y, a modo de saludo, enarcó las cejas pobladas. Era evidente que lo satisfizo bastante ver a Karrek. Yo reconocí perfectamente a Tuareg, el presidente de la Policía, de haberlo visto en el Álbum de Retratos del Conmílite: los negros ojillos de oso, la barbilla potente, la boca carnosa...
Y aun así, me causó una impresión mucho mayor de lo que jamás pensé. Quizá también fuese la sensación de hallarme ante la máxima concentración del Poder lo que me hacía temblar. Tuareg era el cerebro que dirigía los millones de ojos y oídos que, día y noche, veían y oían las acciones y las conversaciones más íntimas de los conmílites, él era la voluntad que movía los millones de brazos que, a todas horas o solo a algunas horas del día, protegían la seguridad interna del Estado; también mis brazos, en la medida en que yo dedicaba las tardes al servicio policial. Y aun así me estremecí, como si aquella voluntad con la que me veía cara a cara no hubiese sido también la mía en grado sumo: como si yo fuera uno de los criminales a los que él perseguía. ¡Y ello pese a que no había hecho nada malo! ¿De dónde procedía, pues, tan aciaga dispersión en mi ser? Tenía a mano la respuesta: se debía en su totalidad a una falsa idea inducida que podía expresarse con las siguientes palabras: «Ningún conmílite mayor de cuarenta años puede tener la conciencia tranquila». Y quien había pronunciado aquellas palabras era Rissen. "



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