Bela Bartók contra el Tercer Reich (fragmento)Kjell Espmark
Bela Bartók contra el Tercer Reich (fragmento)

"Los hombres del coche están jugando a un juego cruel con él. Uno de ellos se ríe, levanta su pistola y hace un rápido movimiento, después abre la puerta y pone desafiante el pie en la calle. Pero se detiene en esa posición.
Pueden jugar con su miedo sin que necesiten preocuparse de los escalofríos que le recorren la columna vertebral o que les moleste el sudor que le corre por las sienes. Esta misión de una tarde de octubre de 1940 la dividen así con su rutina profesional: —el concepto «misión» por un lado, los violentos duros detalles por el otro—. Mantienen sus «medidas» libres de toda incómoda palpabilidad. Todo lo que tocan se hace abstracto. El hombre al que vigilan no es un pianista y compositor de Budapest, con un lenguaje tonal que se ramifica por los pueblos de la puszta. Es un número sin sustancia con una composición marginal: voluntariamente no ario. Su protesta —dirigida en última instancia a Goebbels— por no haber sido incluido en la exposición de Düsseldorf sobre «entartete Musik» está firmada por un judío. ¡Un judío voluntario! No se puede llegar más cerca del suicidio.
Bartók siente dolor en las articulaciones —¿es un nuevo ataque de artritis?—. No, esta vez es más bien el recuerdo de una amenaza de tornillo que le recorre la columna vertebral. ¿Corren peligro sus manos? Se ilumina un recuerdo de África. Las dos mujeres que lo acompañaban aquella vez tuvieron que transportar las pesadas maletas. Había que proteger sus manos. Manos de pianista. La gente verdigris con sus sentidos de fiera descubre husmeando todo punto débil: sus manos —naturalmente—. Él ha oído hablar de la existencia de un tornillo que va apretando los dedos lentamente, lentamente, lentamente hasta que empiezan a crujir. ¿Y? ¿No es ya hora de hablar? Tiene que haber otros implicados en esta conspiración. Otros «entartete» voluntarios. A los servicios secretos no se les ha pasado por alto que hace seis años, en el concierto de Estocolmo, se autodefinió como «bolchevique cultural». Tampoco que fue miembro del consejo nacional de música durante la felizmente efímera república soviética de Béla Kun en Hungría. ¿Que aquello era un cargo apolítico? ¡Pero qué dice! ¿Cree Bartók que se chupan el dedo?
Es entonces cuando capta el miedo de ellos. Él oye el pulso cada vez más agitado de los hombres del coche. Capta hasta el olor de su frío sudor. Siente en sus propias manos el nerviosismo de las manazas que pasan la pistola de la izquierda a la derecha, de la derecha a la izquierda.
¿De qué tienen tanto miedo estos dos copartícipes en un sinsentido que ha ocupado casi toda Europa? ¿Puede su música realmente constituir un peligro para este aplastante poder? En ese caso...
La reflexión se ve interrumpida por desasosegadas señales de un país lejano. Tiene la sensación de que provienen de Eslovaquia —el país en que ha encontrado mayor riqueza de canciones populares—. Quizá de aquel pueblecito que tenía una iglesia pequeñita, pequeñita, pero donde no había siquiera un bar, aquel pueblecito donde tuvo que grabar las canciones de los campesinos en un granero —para regresar a casa con granos de cereal en el dobladillo del pantalón—. ¿Podía haber unas treinta personas en el pequeño edificio? En todo caso, el aire se hizo tan denso que podía haberlo amasado con los dedos. ¡Pero qué confianza surgió en la reunión! Si son esas personas las que ahora lo buscan, ¿qué es lo que les preocupa? Aguza el oído al máximo. "



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