El montaje (fragmento)Vladimir Volkoff
El montaje (fragmento)

"La Universidad de Leningrado estaría pronto de vacaciones, pero Gemina no regresaría a Italia; ella continuaría con la misión que se había impuesto: luchar contra la opresión.
Había declarado la guerra al comunismo, igual que en la época del nazismo, habría intentado asesinar a Mussolini; igual que, en el siglo XX, habría arrojado bombas sobre los soberanos y sus ministros; igual que, bajo la Revolución, habría apuñalado a Marat. Con tal espíritu había aprendido el ruso y, apasionada de la clandestinidad, había escogido aquella cobertura: estudiante de literatura en la Unión Soviética.
En posesión de un bello rostro —era toscana—, pese a sus sucios cabellos, a su grueso pecho, hundido en unos suéters informes, a que llevaba todo lo mal que podía unos pantalones que parecían ir a crujir a cada paso que daba, tenía éxito: un enjambre de estudiantes que se hacían pasar por más o menos disidentes, para no disgustarle, giraban en torno a ella; por lo demás, sin resultado: Gemina, inaccesible, sólo vivía para el combate.
A la espera de una actividad más sanguinaria, había creado una ramificación para la exportación clandestina de textos del samizdat, y se contentaba con eso por el momento.
Aquello funcionaba ya desde hacía más de dos años. Su organización se remontaba a la tarde en que, tras separarse de unos amigos. Gemina no había encontrado ningún taxi para reintegrarse a la calle Marat. (Atea, pero supersticiosa, la tiranicida en potencia veía un excelente augurio en el hecho de haber dado con unas señas propias semejantes en una ciudad en que la crisis del alojamiento estaba en todo lo alto). Hacía frío; la nieve, espesa, enviscaba sus cubrezapatos; le habían explicado a Gemina que la mayoría de los conductores de vehículos privados sentirían un eran placer por llevarla a su casa a cambio de unos rublos. La joven detuvo al primero que vio.
Era un gigantesco peso pesado, marcado, blanco sobre azul, con una palabra diforme: Sovtransavto, con dos C dobladas, superpuestas, estando la segunda al revés, y un número de teléfono que Gemma retuvo inmediatamente, ya que, preparándose para la guerra secreta, se había ejercitado reteniendo en la memoria series de cifras: 2213653. La enorme masa, oscilando en la noche, chirrió, jadeó, se inmovilizó. Gemma trepó hasta la cabina, supercalentada.
—¿A dónde?
—Cerca de la estación de Moscú.
—Cinco rublos.
Ella los sacó de un bolsillo, sin regatear.
—Tú hablas bien el ruso, pero eres extranjera.
—Italiana.
—¡No! ¡Precisamente vengo de Italia!
El chófer era un mozo de rostro cuadrado, con unos ojos menudos y bizcos, siempre contraídos, como hostigados por el humo de un cigarrillo inexistente. Abandonaba la Unión Soviética con un cargamento de cromo, volvía de Europa con bebidas alcohólicas.
—Un verdadero palomo viajero.
Gemma apartó la mano que acababa de posarse sobre su rodilla y atacó a la Unión Soviética obstinadamente con motivo de la transgresión imprudente de los acuerdos de Helsinki. El camionero masculló unos cuantos «¡Hum!», «¡Bueno!» y «¡Hombre!» que no le comprometían en un sentido ni en otro. «Calle Marat», refunfuñó sin convicción.
—¿No podríamos volver a vemos?
Gemma, que se imaginaba ya todos los servicios que podría obtener de él, aceptó. Al Hum siguiente, fueron a Petrodvorets; Viacheslav se sintió afligido al encontrar helada la fuente en que, según le habían dicho, un perro mecánico perseguía a unos patos artificiales. Gemma se lanzó de nuevo a su propaganda, y esta vez obtuvo algunos asentimientos mitigados:
—Yo, que soy un hombre cultivado, no me siento desgraciado, pero es cierto que di hombre que gana 75 rublos al mes cuando un par de botas cuesta 150…
Al domingo siguiente fueron a Pavlovsk. Viacheslav sentía curiosidad por ver la escalera de los Leones, que es más grande por debajo para dar la ilusión de una mayor altura.
—Nosotros, los rusos —comentó él—, no hemos tenido que esperar la llegada de los comunistas para ser ingeniosos.
Por entonces, Gemma pensó que su conversión estaba suficientemente avanzada, como para que se hiciera cargo de uno o dos manuscritos en algunos de sus viajes. Él aceptó el servicio sin exigir compensación de ningún tipo:
—Hago esto, como quien dice, por amor a la libertad.
Gemma tomó el primer avión para Roma. Conocía a Enzo Grucci, editor de escasa importancia y con necesidades, que publicaba textos cuyos gastos eran por cuenta del autor. Ella le explicó su proyecto, ganóse su conformidad, y le dejó lo que la joven llamaba su «breviario», es decir, una lista de lugares para citas y una serie de contraseñas y claves para «signar los días y las horas». Satisfecha por las maneras profesionales con que operaba, regresó inmediatamente a Leningrado. No iban a ser manuscritos lo que le faltara: el samizdat era el LSD de los estudiantes rusos.
Una semana más tarde. Gemina telefoneaba a «tío Enzo». Le hacia saber que habla celebrado su «primera cita» con un joven soviético, que estaba leyendo un libro, publicado en «1825», cuya ortografía le dejaba perpleja, y que debía someterse a examen el «martes o, quizás, el miércoles».
El signore Grucci, todavía escéptico, consultó el breviario, y se tomó la molestia de trasladar su pesado cuerpo hasta el Arco de Tito el jueves siguiente, a las 18 horas y 25 minutos. Aquel día fracasó, pero el viernes se presentó de nuevo en el sitio de la cita, divisando inmediatamente entonces a un buen mozo de busto corto y piernas largas que se paseaba de un lado para otro, llevando un paquete de viejos Oggi bajo el brazo derecho. Consciente del ridículo, pero husmeando el beneficio, el signore Grucci se acercó al desconocido, y pronunció claramente una llamada al crimen extraída del libreto de Norma:
—Strage! Strage! Sterminio vendetta!
El hombre, entornando los párpados, le entregó sin una palabra el paquete de Oggi. En su interior, Grucci localizó un sobre, y en el sobre una narración pasablemente licenciosa, que, una vez traducida de manera todavía más licenciosa, remitirla a las ediciones «La Gaviota», como otras muchas durante seis meses.
El tejemaneje continuó. Sin contar los grandes éxitos de librería —y los tuvo—, el signor Grucci podía vender siempre sus publicaciones a una diéntela inmutable, que en el peor de los casos le permitía cubrir sus gastos: rusos emigrados, bibliotecas de universidades (sobre todo norteamericanas), servidos de información y propaganda, unos más golosos por los originales, otros más orientados hacia las traducciones, hicieron de las edificaciones «La Gaviota» la fuente principal del samizdat de exportación, todo ello gradas a la pequeña Gemma, que, sin retribución alguna, aseguraba la prosperidad del editor. Los autores, naturalmente, no solían reclamar sus derechos; cuando, caso extraordinario, había que regular las relaciones económicas con algunos, el signor Grucd procedía a ello, pero sólo tras mil escrupulosas tergiversaciones, durante las cuales d dinero trabajaba para él. La extraña Alianza entre la virgen libertaria y en beneficiado de la subversión prosperaba. "



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