Memoranda (fragmento)Benito Pérez Galdós
Memoranda (fragmento)

"Mejor que la poesía lírica puede el Teatro dar idea del espíritu de aquel siglo. La primera fue siempre aquí secundaria y un tanto sometida á influencias exteriores, mientras el segundo ha sido en todos tiempos preferente espejo del pueblo. Como meridionales, inclinados á todo lo simbólico y representativo, siempre hemos dado á la literatura dramática el primer puesto, haciéndola nuestra más fiel expresión, condensando en ella nuestra vida y nuestro saber. En los primeros años del siglo mi aún existía un resto del gran Teatro nacional, representado en Cañizares y Zamora, que poseían algunas buenas cualidades, aunque obscurecidas por el vicio de la forma conceptuosa y disparatada. Las mismas vicisitudes que hemos señalado en el curso y desarrollo de la poesía lírica, pueden indicarse en el Teatro, que descabellado y loco en los primeros años, después ambiguo y confuso, más tarde árido, atildado y frío, prosaico y rastrero al cabo, no fue Teatro verdadero hasta que Moratín le dio nueva savia en los albores del presente siglo, inaugurando el brillante período del Teatro contemporáneo.
Los errores de la primera época, que habían llevado hasta el sumo delirio los desaciertos de la comedia antigua, olvidando por completo su grandioso sentido nacional y su pasmosa fuerza inventiva, son referidos por Moratín con mucho donaire, pero con alguna exageración. Se representaban, á más de las farsas mitológicas, en que sin pizca de lógica intervenían mil divinidades y los manoseados héroes de la antigüedad, multitud de tragicomedias de carácter religioso, en las cuales, con la Virgen y San José, alternaban figuras alegóricas de los vicios y virtudes, la Muerte, el Purgatorio... Esto no era más que una vil parodia de los antiguos autos. Hacía más triste la suerte del arte dramático la singular disposición de los corrales, que eran, tales como si en ellos no hubiese de entrar otra gente que la de baja ralea. El patio era sitio de pendencias, y las parcialidades que se habían formado con visos de partidos literarios dirimían sus querellas en plena representación, dirigidas por frailes libertinos y procaces: el teatro parecía más bien desahogo de gente holgazana que recreo de lo más escogido de la sociedad.
Los reformadores quisieron poner mano en esto; reformar á la vez á los autores, al público, á la crítica y hasta el local. Nasarre y Luzán hicieron su profesión de fe publicando las reglas de la tragedia y la comedia clásicas; pero esto no bastaba. Querer producir hondísima transformación en las arraigadas costumbres que el pueblo fomentaba y sostenía, era empresa loca. Las reglas no pasaban del gabinete de cuatro ó cinco literatos, que en vano se quemaban las cejas traduciendo á Alfieri y á Racime. Don Francisco Pizarro Piccolomini había ya traducido el Cinna; y en la mitad del siglo, don Juan de Trigueros tradujo el Británico, y don Eugenio de Llaguno y Amírola la Atalia, que no llegaron á representarse. ¿Y cómo había de tener entrada en los teatros esta literatura que sólo podía interesar á personas de refinada ilustración, literatura de la cual este pueblo, palpitante aún con las emociones de nuestro gran teatro, vivo, pintoresco, lleno de luz y verdad, nada podía comprender, por no encontrar en ella ni sus afectos, ni sus pasiones, ni su lenguaje, ni su historia? La tragedia clásica francesa no tuvo, ni puede tener, ni tendrá jamás el don de interesar á nuestro pueblo.
¿Qué le importaban á éste el furor de Orestes ni la pasión de Fedra? Bien pronto hubieron de conocer los reformadores que la implantación brusca del Teatro clásico, con su frío, insubstancial paganismo, no podía sustituir á nuestra antigua Comedia, superior mil veces por la fuerza de su genio y a pintoresca hermosura y gracia de su forma. Se contentaron con aspirar á la fusión de los dos sistemas, tomando del nuestro el espíritu, y vistiéndolo con la forma erudita del buen sentido y la retórica franceses, haciendo todo lo posible por hermanar el genio nativo español con los preceptos de la nueva crítica. Esta era empresa también sumamente difícil; y una prueba de la esterilidad del eclecticismo en materias de arte, está en las composiciones de Moratín (padre), de Cadalso y de Ayala, que quisieron en este terreno, como en el lírico, ser atrevidos innovadores. El Guzmán el Bueno, del primero, es obra en que nada hay digno de atención, como confiesa el mismo don Leandro en el juicio, tan breve como poco benévolo, que hace de ella. El Sancho García, de Cadalso, no merece ni siquiera los honores de ser citado; y en la Numancia destruida, de don Ignacio de Ayala, no se revela ninguna de las cualidades del autor dramático; es un artificio árido, pobre, incongruente y falto de sentido. El único que acertó fue Huerta, poeta del último tercio del siglo, que, á pesar de las burlas de sus contemporáneos, especialmente de Moratín, burlas motivadas tal vez por su presuntuoso y díscolo carácter, poseía cualidades eminentes y aptitud para el teatro, que, cultivadas en tiempos más felices, le habrían colocado al lado de los grandes dramáticos del siglo XVII. La Raquel, de Huerta, es la mejor, quizás la única composición trágica española de su época. "



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