El río del olvido (fragmento)Julio Llamazares
El río del olvido (fragmento)

"Eufemiano sonríe todavía al recordarlo. Eufemiano sonríe con tristeza y le indica al viajero que le quite la colilla de la boca, señalando con un gesto sus dedos retorcidos e incapaces:
—Es de la humedad, ¿sabe?
Regina Patis.
Mientras el viajero permanecía ensimismado escuchando la increíble aventura de Eufemiano, el cielo se ha ido cubriendo de nubarrones y la tarde se ha tornado amenazante. No es que el cielo quisiera subrayar de esta manera los dramáticos recuerdos de Eufemiano. Es que el calor se ha ido espesando poco a poco, convirtiendo la atmósfera en un barril de pólvora y el sol en una mecha a punto de incendiarlo, y, ahora, camino de Pardesivil, el viajero olfatea ya a lo lejos la tormenta que desciende por el río abajo. Ciertamente, el bochorno era excesivo para estas altas tierras de montaña.
Aun así, el viajero llega a Pardesivil antes de que la nube se desate. Pardesivil, un pueblo estrecho y largo como un túnel (desde Santa Colomba, y a partir, sobre todo, de La Mata, la ribera no ha dejado de estrecharse), se recuesta en un recodo del camino, contra el monte, y recibe al viajero con una animación inesperada. Son ya las cinco y media de la tarde y, por si fuera poco, la amenaza de tormenta ha puesto en pie de guerra a todo el pueblo. Hay que poner a salvo el cereal segado antes de que la lluvia lo estropee.
En la primera casa, sin embargo, el viajero saluda a dos mujeres que cosen a la puerta sin que, aparentemente, parezcan preocupadas por la proximidad de la tormenta. Tras ellas, en la fachada delantera de la casa, una placa de mármol explica al caminante que allí nació el venerable padre Aniceto Fernández, General de la Orden Dominica. A juzgar por la edad de las mujeres, y dado que no parece fácil que un fraile dominico, y más un general, tuviera hijas, el viajero deduce que éstas deben de ser sus hermanas o sobrinas.
—Sí, señor —confirma con orgullo la mayor, respondiendo a su pregunta—. Yo soy hermana. Y ésta, sobrina. Y ese que ve usted ahí, sobrino nieto.
Ese al que la señora se refiere es un niño de tres o cuatro meses, rubio como la paja y rollizo como un pan de mantequilla, que patea en una cuna, junto a las dos mujeres, con los brazos abiertos y estirados hacia el cielo, en el mejor estilo de los predicadores dominicos. Seguramente, deben de estar ya preparándolo para que, cuando sea mayor, siga los pasos de su tío.
El que no está de ningún modo preparado es el viajero. Ni para predicar, ni para que le prediquen. Pero, cogido por sorpresa y sin reflejos suficientes para escapar al chaparrón que se le viene encima, aguanta estoicamente, de pie junto a la verja, la larga y detallada relación que de la vida y los milagros del padre Aniceto le hacen su hermana y su sobrina. De la vida y milagros del padre Aniceto y de las de, al menos, otros diez o doce frailes, casi todos dominicos, nacidos y criados en el pueblo en lo que va de siglo. Ciertamente, el agua de Pardesivil debe de estar bendita.
Cuando por fin logra escapar, el viajero se dirige hacia el centro del pueblo y se mete de cabeza en la cantina. Necesita un buen trago, y no de agua, para poder asimilar tanta doctrina.
La dueña, una mujer todavía joven que también está cosiendo a la luz de la ventana junto con otras tres vecinas, le sirve una cerveza y, tras preguntarle si desea alguna cosa más, vuelve a su sitio. El viajero se acomoda en una de las mesas y busca su cuaderno en la mochila para tomar algunas notas de lo que en su primera jornada de camino le ha ocurrido. "



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