La sirena negra (fragmento)Emilia Pardo Bazán
La sirena negra (fragmento)

"No le vale al médico enarbolar su redoma de jarope y hacerse el distraído, mirándola al trasluz; no le vale al astrólogo embebecerse observando el firmamento; no le vale al canónigo resguardarse con su libro de horas; no le sirve al escudero acariciar al gerifalte que lleva gallardamente enhiesto en el puño. A decir verdad, todos procuran no enterarse de que les llaman a la danza obligatoria: el mercader contempla su bolsón, el cartujo finge absorberse en la lectura ascética, el sargento titubea y describe eses de puro borracho, el músico acaricia su tiorba, el abogado se enfrasca en un legajo, el mancebo galán sonríe a una rosa, respirando su perfume lánguidamente; el labriego muestra su azadón, como diciendo: «No puedo menos de ir a cavar la tierra»; el carcelero repica sus llaves, el ermitaño pasa las cuentas de su rosario reverendo… ¡Bah! El esqueleto no se preocupa de tales nimiedades. Su astucia adivina el objeto de las aparentes distracciones. Quizás, viéndoles tan embelesados, pase de largo el terrible bastonero de la Danza general… Sí, ¡pasar él! Les llama, les da escueta orden, les agarra de un brazo con rápido arranque. Hasta le veo acercarse a una cuna y coger de la manita a un pequeñín que, soltando cristalino hilo de baba, y repicando por última vez el sonajero, se aduerme en los brazos secos, sin carne, contra la caja torácica que no encierra corazón…
No dejará el esqueleto sin pareja a sus danzarines. Antes de dar la señal del baile, llegan las damas invitadas (invitadas sin excusa). Para traerlas al sarao, el esqueleto redobla las cortesías irónicas, las sardescas galanterías, las actitudes bufonescas, las postraciones a lo Mefisto.
Ante la reina, que va a entrar en danza con su diadema de florones y su veste orlada del armiño inmaculado, se rinde cortesano, mientras toma su brazo como el que, respetando, apremia. A la duquesa pálida, que se recoge elegantemente el sobrefaldellín de velludo, la rodea el cuello con enamoramiento, casi la abraza, con fúnebre y hediondo abrazo de sepulturero melifluo. Ante la orgullosa fidalga se arrodilla, tratando de estrechar su mano pulida, aristocrática. A la abadesa la descarga del peso del báculo, estorbo para danzar… A la repolluda priora la empuja por los hombros, suavemente. Ante la gentil damisela hace un contrapás, llevando el compás de los brincos con la pala de enterrador. A la daifa galante la echa al cuello el sudario como si fuese un chal. A la nodriza la ordena con risueña mueca de mandíbulas cubrirse el seno y soltar al crío; ¡lo primero, el baile! A la moza de cántaro la estruja la cintura, la da un pellizco con dedos óseos, ¡y a remangar las haldas y a danzar! Y cuando la gentil recién casada, o la casta virgen, se estremecen notando que el aire se vuelve oscuro y que un soplo glacial ha rozado sus mejillas en flor, el esqueleto, aplicando la mano sobre la caja del esternón, en el sitio donde el corazón pudo latir un día, les hace tiernas declaraciones, susurrando en el tono del viento cuando solloza y estridula en las ramas de los sauces elegías amorosas, layes de pasión ultraterrestre. "



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