Caballo de copas (fragmento)Fernando Alegría
Caballo de copas (fragmento)

"Por fuera, el bar parecía un salón de belleza. Las paredes eran de cristales sólidos, del tamaño de un adoquín; había imitaciones de mármol por todas partes. Un aviso en luz púrpura anunciaba con letras chatas y pesadas: "Liquors". La puerta lucia un tapiz de cuero con remaches de bronce. Entramos y no vi nada. El saloncillo se hundía en una tiniebla azul. Oí voces apagadas y ruido de vasos. Hidalgo me guió, tirándome de una manga, y pronto me hallé sentado en un taburete altísimo, al borde de un mostrador. Un gran espejo reflejó vagamente nuestras imágenes. Una victrola, equipada con un sistema telefónico, se iluminó con mil colores en un rincón, y una voz de muñeca de trapo preguntó gangosamente: "What would you like to hear?" Alguien tropezó con su propia sombra, y la lengua demoró largos segundos en desenrollarse: "Bl... Bl... Danube". La aguja raspó unos instantes, hubo otros ruidos extraños, como si la mujer invisible estuviera sacando discos de lugares prohibidos, y luego el "Danubio Azul" empezó a hacer valsear caballos imaginarios.
Mis ojos fueron acostumbrándose a la obscuridad, y distinguí a los mozos vestidos de chaqueta y delantal blancos, muy engominados. No levantaban la mirada para recibir las órdenes, pero en los labios se les notaba una sonrisa entre comedida y asesina. Advertí con asombro que el saloncito estaba repleto de gente; que a lo largo del mostrador había, por lo menos, unas veinte personas bebiendo. A mi lado estaba una mujer; me volvía la espalda y conversaba llena de entusiasmo con dos hombres y uno de los taberneros. Me llamó la atención que, para ser un lugar tan pequeño y haber tanta gente, el ruido era insignificante. Los que estaban sentados alrededor de las mesas guardaban silencio o cuchicheaban. Una mujer nos miraba por encima de su compañero, y chupaba el cigarrillo con fruición, como si nos fumara. Hidalgo no decía nada. Se había sentado cómodamente en su pisillo redondo, los brazos sobre el mostrador, los hombros hundidos en gesto de cansancio y los dedos jugando despreocupadamente con la tapita de cartón que nos habían puesto a manera de bandeja. Nadie molestaba allí a nadie; un gesto era suficiente para pedir otra copa; otro gesto, para pagar; otro, apenas perceptible, para beber. La mujer que estaba a mi lado era el único punto de contingencia en este círculo fantasmal. Era evidente que no podía soportar la apatía de los circunstantes; derrochaba dinamismo. Fue la primera que nos dirigió la palabra. En la victrola, unos cantores gritaban que se les había perdido su "azúcar en Salt Lake City". No entendí ni una palabra de lo que ella dijo.
—Si —respondió Hidalgo—, hablamos español.
—Oh! How cute —dijo ella, y agregó que el español es la lengua más hermosa del mundo. Riendo y bebiendo su whisky a lengüetazos, se me fue acercando, y a los pocos momentos me hablaba con un codo apoyado en mi hombro, echándome en las narices un tufo asfixiante.
—Te fregaste —dijo Hidalgo—: la vieja se calentó contigo.
Yo no tenía la menor idea de lo que decía la señora, pero ella continuaba su charla, sin exigir más que un débil yes de mi parte cuando la entonación de su voz denotaba una pregunta o cierto grado de impaciencia. Cada vez que yo decía yes, se reía a carcajadas; tanto, que temí se fuera a caer del piso y la sujeté de la cintura. Maldita la hora en que se me ocurrió hacerlo. Ella interpretó el gesto como un avance amoroso, y de allí! en adelante faltó poco para que cayéramos prendidos al suelo. Hidalgo estaba muy inquieto, y de vez en cuando parecía decir frases entrecortadas para disculparnos. Los compañeros de la mujer, entretanto, se habían olvidado totalmente de ella, y proseguían una conversación en voz baja con el tabernero. Los tragos se sucedían sin que tuviera yo la menor idea de quién los pedía y quién los pagaba. Desapareció la cerveza, y en su lugar vino el whisky. ¿Qué diablas me relataba la vieja? ¿De un amigo en Panamá? ¿De unas corridas de toros en Tijuana? Habló y habló, sin perder el resuello, bebiendo todo el tiempo y sin dejar de tocarme. Un par de veces se interrumpió, y, diciendo: "Con permiso", salió a lo que tenía que salir. Al regresar se paraba junto a la victrola y con voz de ultratumba pedía luego discos que ella consideraba muy oportunos: "En un Pueblito de España", "Ay, Ay, Ay", "Adiós, Muchachos". Cuando pidió "Allá en el Rancho Grande", se le enredó calamitosamente la lengua y a gritos me rogaba que yo pidiese el nombre por ella a la mujer invisible, que ya perdía la paciencia repitiendo: "Allá what? Allá en el chancho what...?" En una de las salidas que hizo esta señora, Hidalgo me susurró al oído:
—Mejor nos vamos, ya son como la una de la mañana.
—Claro —le respondí—, vamos; esto ya me está lateando.
Hice un esfuerzo por bajarme del asiento y advertí con horror que no podía mover los pies. Por primera vez, después de varias horas de estar bebiendo, volví a darme cuenta de que no estaba solo con la señora e Hidalgo, sino que estaba en un bar atestado de gente. Con esa mirada vidriosa y aletargada del que trata de aparentar que está despierto, pero va ya en la barca de Caronte, me esforcé por recorrer todo el establecimiento y demostrar, agregando una heroica sonrisilla, que los tragos no me habían hecho efecto. El cuarto se movía, quebrándose en varios planos, como un cuadro cubista. Por un instante mantuve el equilibrio y reconocí a mis vecinos. Lo perdí inmediatamente, lo volví a recobrar, y así, en lucha desesperada contra el mareo, permanecí unos instantes. La sensación estomacal se tornó angustiosa. Pronuncie unas palabras que ni yo pude identificar. Mi voz debe haber adquirido una tonalidad extraña, porque noté con espanto que todos se volvieron a mirarme. De nuevo ensayé una sonrisa. El espejo me devolvió una imagen cadavérica. Hidalgo no advertía lo trágico de mi condición y pidió dos tragos más. El vasito de whisky me pareció monstruoso. "Una gota que beba —pensé, y estoy perdido." La señora, entretanto, había desaparecido totalmente. Su cartera y sus guantes todavía se hallaban sobre el mostrador; así que no podía andar muy lejos, si es que aún andaba. Haciendo de tripas corazón, unté los labios en el whisky, y con sorpresa me di cuenta de que el malestar, en vez de empeorar, disminuía considerablemente. Recobré, como por encanto, cierto grado de lucidez. Lo que más me llamó la atención en este chispazo de normalidad fue ver a Hidalgo completamente borracho. Hasta ese momento, preocupado con mis propias penas, no me había fijado en que mi compañero bebía a la par conmigo. Su posición era la misma de un comienzo: los codos firmemente asentados sobre el mostrador, la espalda curvada; las piernas, cortas y algo chuecas, colgando en el vacio. "



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