El profesor del deseo (fragmento)Philip Roth
El profesor del deseo (fragmento)

"Mi director de departamento, Arthur Schonbrunn, es un hombre de mediana edad, muy apuesto y exquisitamente educado, de inagotable encanto e incansable meticulosidad: uno de los seres sociales más hábiles y refinados que he visto nunca en acción; pero su mujer, Deborah, es persona por la que nunca he logrado sentir gran entusiasmo, ni siquiera cuando yo era el alumno preferido de Arthur y ella me recibía en su casa con cariño y buen ejercicio de la hospitalidad. De hecho, en aquellos primeros años de Stanford solía invertir parte de mi tiempo tratando de que me entrara en la cabeza qué podía unir a un hombre tan escrupuloso en el trato social, tan incansablemente entregado a la tarea de oponerse —en nombre de los más elevados principios— a los crecientes ataques políticos contra la enseñanza universitaria... qué podía unir a un hombre tan responsable con una mujer cuyo desempeño público preferido es el papel de señora aturdida y cuyo cautivador encanto radica en una «franqueza» insensata y descarada. La primera vez que Arthur me invitó a cenar con ellos, recuerdo haber pensado, al final de la conversación que sostuvimos durante la velada —conversación consistente, más que nada, en un coquetamente «estrafalario» parloteo de Deborah—, «He aquí el hombre más solitario de la Tierra». Qué daño me hizo y qué desencanto me produjo, a los veintitrés años, esa primera observación de la vida hogareña de mi paternal profesor... para que luego, al día siguiente, Arthur me hablara del «maravilloso poder de observación» de su mujer, así como de su talento para «ir directamente al meollo del problema». Y, en este mismo orden de cosas, recuerdo otra noche, años después, en que Arthur y yo nos quedamos trabajando hasta tarde, en nuestro seminario; mejor dicho: en que Arthur trabajaba mientras yo permanecía inmóvil ante mi mesa, tan desesperado como de costumbre ante el callejón de desamor sin salida en que Helen y yo nos habíamos metido, sin fuerza ni coraje para salir de él. Arthur, al verme más embotado aún que de costumbre, vino junto a mí y se estuvo hasta las tres de la madrugada tratando de protegerme contra los más demenciales tipos de solución que podían ocurrírsele a un marido espantosamente desgraciado con problemas para marcharse a casa. Una y otra vez me recordó lo buena que era mi tesis. Lo importante, ahora, era revisarla para publicación en forma de libro. De hecho, gran parte de lo que Arthur me dijo aquella noche se parecía mucho a las cosas que el doctor Klinger acabaría diciendo sobre mí, sobre mi trabajo y sobre Helen. Y yo, en respuesta, le largué todos mis agravios y, en un momento dado, me incliné sobre el tablero de la mesa y me eché a llorar. "


El Poder de la Palabra
epdlp.com