Un pedigrí (fragmento)Patrick Modiano
Un pedigrí (fragmento)

"Por lo visto, quieren alejarme de París. En septiembre de 1960, me matriculan en el colegio Saint-Joseph de Thónes, en las montañas de Alta Saboya. Los encargados de sacarme son un tal señor Jacques Gérin y su mujer, Stella, la hermana de mi padre. Tienen alquilada a orillas del lago de Annecy, en Veyrier, una casa blanca con postigos verdes. Pero, quitando los pocos domingos de salida, en los que dejo el internado por unas cuantas horas, no se ocupan mucho de mí que digamos.
«Jacky» Gérin trabaja en plan diletante «en el ramo textil», es oriundo de Lyon, bohemio, aficionado a la música clásica, al esquí y a los coches caros. Stella Gérin, por su parte, mantiene correspondencia con el abogado Pierre Jaccoud de Ginebra, acusado de asesinato y por entonces en la cárcel. Cuando Jaccoud salga en libertad, irá a verlo a Ginebra. Yo iré con ella y lo conoceré en el bar del Móvenpick, allá por 1963. Me hablará de literatura y, sobre todo, de Mallarmé.
Jacky Gérin le sirve de testaferro, en París, a mi tío Ralph, el hermano menor de mi padre: en realidad es mi tío Ralph quien dirige los «Establecimientos Gérin», en el 74 de la calle de Hauteville. Nunca pude averiguar a qué se dedicaban exactamente esos Establecimientos Gérin, algo así como un almacén, al fondo del cual tenía el despacho mi tío Ralph y vendía «material». Le pregunté, años después, por qué esos establecimientos se llamaban «Gérin» y no «Modiano», que era como se apellidaba él. Me contestó, con su acento parisino: «Sabes, chico, los apellidos que sonaban a italiano estaban mal vistos después de la guerra.»
Las últimas tardes de vacaciones, leo, en la playita de Veyrier-du-Lac, El diablo en el cuerpo y El Sabbat. Pocos días antes de comenzar el curso, mi padre me envía una carta severa que bien podía desanimar a un muchacho que no iba a tardar en verse preso en el internado. ¿Quiere acaso, para quedarse con la conciencia tranquila, convencerse a sí mismo de que hace bien en abandonar a su suerte a un delincuente? «ALBERT RODOLPHE MODIANO, MUELLE DE CONTI, 15, París VI, 8 de septiembre de 1960. Te devuelvo la carta que me mandaste desde Saint-Ló. Debo decirte que ni por un momento creí, al recibirla, que tu deseo de volver a París se debiera al hecho de tener que preparar un eventual examen en tu futuro colegio. Por eso he decidido que salgas mañana mismo por la mañana, en el tren de las 9, para Annecy. Estoy esperando a ver cómo te portas en este nuevo centro y no puedo sino desear, por ti, que tengas una conducta ejemplar. Pensaba ir a Ginebra a verte. Ese viaje me parece inútil por ahora. ALBERT MODIANO.»
Mi madre pasa como una exhalación por Annecy, se queda el tiempo preciso para comprarme dos piezas del equipo: un guardapolvo gris y un par de zapatos de segunda mano, con suela de crepé, que me durarán alrededor de diez años y en los que nunca entrará el agua. Se va mucho antes de la tarde del comienzo de las clases. Siempre resulta penoso ver cómo ingresa en un internado un niño, sabiendo que se va a quedar preso allí. Entran ganas de impedírselo. ¿Se plantea mi madre esa cuestión? Aparentemente, no hallo gracia ante sus ojos. Y además tiene que irse para pasar una temporada larga en España.
Otra vez septiembre. Comienzo de curso, un domingo por la tarde. Los primeros días en el colegio Saint-Joseph se me hacen duros. Pero no tardo en acostumbrarme. Llevo ya cuatro años viviendo interno. Mis compañeros de Thónes son, la mayoría, de origen campesino y los prefiero a los golfos dorados de Le Montcel.
Por desgracia, nos controlan las lecturas. En 1962, me expulsarán unos días por haber leído El trigo en ciernes. Gracias a mi profesor de francés, el padre Accambray, obtendré un permiso «especial» para leer Madame Bovary, que tienen prohibido los demás alumnos. He conservado ese ejemplar del libro, en el que pone: «Visto bueno. Clase de quinto», con la firma del canónigo Janin, el director del colegio. El padre Accambray me aconsejó una novela de Mauriac, Los caminos del mar, que me gustó mucho, sobre todo el final, tanto que todavía hoy recuerdo la última frase: «... como en las madrugadas negras de antaño.» También me hizo leer Los desarraigados. ¿Se había dado cuenta de que lo que yo echaba hasta cierto punto de menos era un pueblo de Sologne, o de Valois, o más bien esos pueblos tal y como los soñaba? Mis libros de cabecera, en el dormitorio, en la mesilla de noche: El oficio de vivir, de Pavese. No se les ocurre prohibírmelo. Manon Lescaut, Las hijas del fuego, Cumbres borrascosas, El diario de un cura rural.
Unas cuantas horas de salida una vez al mes y el autocar del domingo, a última hora de la tarde, me devuelve al colegio. Lo espero al pie de un árbol grande, cerca del ayuntamiento de Veyrier-du-Lac. Con frecuencia tengo que hacer el trayecto de pie. Los campesinos regresan a las casas de labor tras pasar el domingo en la ciudad. Cae la noche. Pasamos delante del castillo de Menthon-Saint-Bernard, el pequeño cementerio de Alex y el de los héroes de la meseta de Les Glières. Esos autocares del domingo a última hora de la tarde y esos trenes Annecy-París, atestados como en tiempos de la Ocupación. Por lo demás, esos autocares y esos trenes son más o menos iguales que por entonces. "



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