Jardín de Villa Valeria (fragmento)Manuel Vicent
Jardín de Villa Valeria (fragmento)

"En aquellos meses de prácticas de alférez en el cuartel conocí a un capitán que había leído España Invertebrada de Ortega y Gasset. Lo iba diciendo a todo el mundo, y los demás oficiales no le hablaban porque creían que estaba loco. Pero no comprendí la verdadera postración moral del ejército español hasta que no vi con mis ojos la revisión que realizaban de forma periódica los jefes americanos de Torrejón al armamento y material cedido a nuestras fuerzas armadas según el tratado de las bases. En el patio del cuartel se había montado una parada con todos los jeeps, cañones sin retroceso, morteros y demás armamento ligero para que fuera revistado por un oficial mayor norteamericano que esa mañana llegaría a una hora prevista. El coronel de mi regimiento era un tipo duro, orgulloso y tajante. Transmitía siempre una sensación de terror que caía en cascada desde el teniente coronel hasta el último soldado. Además se creía un intelectual porque había leído a Maeztu. Cuando el armamento y sus servidores estaban ya dispuestos en estado de revista, poco antes de que llegara el alto mando americano, de pronto el coronel entró en cólera pero a continuación la cólera fue sustituida por un ataque de miedo. Se puso a temblar. Acababa de descubrir que a la cureña de un cañón sin retroceso le faltaba una pequeña pieza. Primero preguntó a gritos dónde estaba. Nadie supo dar respuesta. En ese momento llegaba al cuartel la comitiva de los americanos de Torrejón. Aquel militar tan duro y ahora desvalido y lleno de pánico suplicó mi ayuda.
—Alférez, por favor.
—A sus órdenes, mi coronel —exclamé dando un taconazo.
—Póngase usted aquí. Así, así, mire. Para tapar con el cuerpo esta parte del cañón y a ver si tenemos suerte y no se dan cuenta de que falta este vástago. Apoye así la mano.
—A sus órdenes —repetí simulando mucho patriotismo.
Entraron varios cochazos en el patio del cuartel. Hubo los toques de corneta, los taconazos y los gritos de rigor. Yo estaba plantado al lado del cañón averiado y entonces vi que se acercaba aquel mayor norteamericano uniformado de marrón claro echando un vistazo no demasiado escrupuloso uno a uno a los jeeps y cañones que sin duda ya habían hecho la guerra de Corea. Con una vara en la mano azotándose la bota derecha, como se ve en las películas, el americano pasó lentamente por delante y no se dignó mirarme ni a mí ni al arma. El coronel desde el puesto de mando donde estaba sonrió guiñándome el ojo como una forma de complicidad al comprobar que había pasado el peligro y este hecho me pareció aún más indigno. Se comportó como esos soldados que esconden la basura bajo el petate.
Antes de que se iniciara el desfile de la victoria por el paseo de la Castellana pensaba en estos lances antiheroicos para evitar cualquier emoción. Cuando bajé poco después dando zapatazos en el asfalto al ritmo que marcaban los tambores entre aplausos seguía imaginando la profecía de la bruja. Algún día escribiría una historia llena de melancolía de una niña que había crecido en una casa abandonada, tal vez cerca del mar, eso no lo sabía, en un jardín donde después se celebraba una boda con todos los invitados en estado ya de ruina mientras ella seguía siendo una niña que se balanceaba en un columpio.
En ese momento pasé por delante de la tribuna de Franco. Bajo el arengario estaba la guardia mora con capas blancas y perifollos en la cabeza. Franco llevaba gafas de sol y lucía en la piel un bronceado de cacería y saludaba con la mano en la visera de la gorra. Era más bajo de lo que pensaba. La tribuna se hallaba repleta de peces gordos con chaquetas blancas, camisas azules, chaqués y fajines del cuerpo diplomático, militares con boinas rojas de las que pendía una borla enorme. Enfrente estaban las señoras con pamelas y vestidos floreados. Nuestra compañía desfiló con el paso cambiado a modo de ciempiés y no obstante los oficiales que íbamos en primera fila saludamos al dictador con un ejercicio de sable. En aquel tiempo yo no me entretenía todavía imaginando un atentado contra Franco, algo que después se convirtió en un juego mental para noches de insomnio. Un rifle con mira telescópica desde una buhardilla de la Castellana. Una bomba lanzada desde un helicóptero que aterrizaría en un descampado donde esperaría un coche cerca de un cruce de varios caminos. Un saco de dinamita en una alcantarilla.
Cuando desfilaba disfrazado de alférez por la Castellana también pensé en aquella mañana florida de mayo de mi niñez en el Mediterráneo cuando mi tío Manuel se puso en la solapa la insignia de ex cautivo y me llevó a un huerto de mandarinas de su propiedad que estaba junto a la carretera real por donde ese día iba a pasar el Caudillo. Mientras la caravana tardaba en llegar mi tío analizaba con una lupa las hojas de los naranjos y me mostraba las enfermedades que tenían. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com