El perfume de Adán (fragmento)Jean-Christophe Rufin
El perfume de Adán (fragmento)

"El ascensor era un montacargas provisto de una reja corredera. Paul la corrió ruidosamente a un lado. Después de todo, de noche estaba solo en el edificio. Tenía todo el derecho de demostrar su mal humor. Archie había hecho que lo condujeran al JFK con su automóvil. Pero después de atrapar el último vuelo y de volver en taxi, llegaba a su casa a las dos de la mañana.
Paul dejó que la puerta de entrada se cerrara sola. Sin encender la luz, fue a tumbarse en un viejo sillón de cuero. Los grandes ventanales, de seis metros hasta el techo, brillaban con todas las luces de la ciudad. Todavía hacía calor. Los cristales de la parte superior estaban abiertos. Por ellos entraba el rumor en sordina, como el de una concha marina, de la megalópolis, los ruidos apagados del tráfico nocturno. Lejos, en el límite de la percepción, ascendía el mugido en dos tonos de una ambulancia.
Hacía menos de un día que se había marchado de allí, pero bastaba para que se sintiera extraño en su casa. La vana e irresistible histeria del mundo secreto del que Archie era el símbolo vivo, había vuelto a apoderarse de él. Se lo reprochó a sí mismo.
El antiguo taller que le servía de apartamento estaba formado por un único espacio sin tabiques, cortado por una galería en mezzanine.
Un enorme frigorífico con puerta de vidrio estaba instalado abajo, en medio de la estancia. Sacó de él una lata de Coca. Todavía sin encender la luz, dio una vuelta por aquel universo familiar. La mesa de ping pong, los sacos de boxeo, libros metidos en cajas, dos televisores colocados el uno encima del otro que veía siempre simultáneamente. Y en un rincón, para ocultar los aseos que no estaban aislados del resto del espacio habitable, el piano, que no tocaba nunca salvo durante los ocho días que precedían a cada uno de sus viajes a Portland para visitar a su madre. Ella le había enseñado a tocar, desde que él tenía cuatro años. Nunca se decidió a confesarle que había abandonado el instrumento al que ella había consagrado su vida.
Paul siempre se preguntaba si fue la muerte de su padre lo que le indujo a alistarse en el ejército. La razón profunda también había podido ser su deseo de escapar para siempre de las clases de piano... Durante mucho tiempo aborreció la música. Por fortuna, descubrió la trompeta, y todo cambió.
Atravesó la estancia y fue a buscar el instrumento en el alféizar de la ventana. Era más fuerte que él: sonreía en cuanto le ponía las manos encima. Acarició los pistones, y sopló maquinalmente la boquilla. Luego se la llevó a los labios y formó una escala ascendente, progresivamente más fuerte. Dio la última nota a todo pulmón. Debían de oírlo desde el otro lado del parque situado frente al edificio. Había escogido el lugar con ese único criterio. Se reía del espacio y de la comodidad. Sólo quería poder tocar la trompeta a cualquier hora del día o de la noche.
Repitió dos o tres notas agudas. Después, se deslizó a través de una frase de Dixieland que adoraba, una vieja melodía de Nueva Orleans de los años veinte. Tocó durante media hora y se detuvo con la frente perlada de sudor, los labios ardientes y lágrimas de felicidad en los ojos. Ahora se sentía con ánimos para encender la luz. Accionó el interruptor general. Los plafones del techo se iluminaron, los dos televisores y la radio se pusieron en marcha. Todo un revoltijo de ropa deportiva, zapatos desparejados, bicicletas desmontadas, apareció en las cuatro esquinas del loft.
Paul encendió el contestador y se desvistió para darse una ducha. Había una treintena de mensajes. Nunca daba a nadie su número de móvil. Quienes querían contactar con él lo llamaban a su casa. Dos amigos le proponían hacer jogging; una pareja de conocidos lo invitaba a un cumpleaños; un socio de la clínica se inquietaba por el presupuesto del año próximo (era de antes de la visita de Archie); Marjorie pensaba en él; el director de su banco le advertía de un descubierto; Claudia pensaba en él; cuatro colegas celebraban el nombramiento de uno de ellos para un cargo de profesor; Michelle pensaba en él...
Con una toalla enrollada en la cintura, fue a apagar el contestador.
Volvió a tener una sensación olvidada de su anterior vida como agente de información: una especie de higiene, un decapado, como la ducha. La urgencia y el secreto actuaban como auténticos detergentes. Cuando la mente es arrastrada hacia el exterior, hacia la acción, todo lo no esencial desaparece instantáneamente. Las amistades recuperan su posición relativa. Los problemas también, felizmente. En cuanto a Marjorie, Claudia y Michelle, ya se habían alejado a toda velocidad, como pasajeros caídos de un paquebote en alta mar. La experiencia era estremecedora y dura. Era a la vez la prueba de la libertad y la del vacío. "



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