La aparición (fragmento)Didier Van Cauwelaert
La aparición (fragmento)

"Algo trastornado, olvido mi desconfianza y le respondo que lo haría con gusto, pero que no hablo la lengua de los españoles. Y, además, es preciso ser muy ingenuo para creer que puedes ver así a monseñor el obispo: toc-toc, soy yo, Juan Diego, vengo de parte de vuestra Santa Virgen. Pero ella insiste: «Cuando estés ante él, pídele que me construya aquí mismo una capilla, para que pueda dispensar mi ayuda y mi salvación, mi amor y mi compasión a todos los que se acerquen a mí, cristianos o no. Las iglesias de abajo están mancilladas por las torturas y los crímenes perpetrados en mi nombre: tú debes mostrar el verdadero camino del cielo».
Sin pretender ofenderla, le respondo que nunca Su Señoría dará crédito a un pobre indio de la última casta y que, si quiere una capilla, mejor haría dirigiéndose a un verdadero católico de pura cepa, meritorio, español y bien vestido. Pero ella se empecina: «Te he elegido a ti, el más humilde de mis hijos en la miseria, el menor de mis niños, mi pequeño mensajero en la Tierra, mí ínfimo aliento de vida a quien nadie prestaba atención, oh tú, Cuauhtlatoatzin, mi Juan Diego que trabajas la tierra de los demás, tejes esteras para que ellos descansen y perdiste a tu querido amor, María Lucía. Pero serás recompensado por el servicio que me prestas y por el trabajo que te doy. Ve a ver al obispo y, por tu sincera humildad, te creerá».
Entonces se produjo un milagro extraordinario para mí, que sólo había levantado la nariz del suelo para pedir perdón a Dios por ser tan miserable. Fue como si la confianza de la Madre del verdadero Dios se vertiera en mí para incitarme al pecado de orgullo. Me vi, al instante, hablando con el obispo y trayéndolo aquí, con su cruz y sus albañiles. He aquí que, simple impío converso, sentí que me convertía, a mi vez, en misionero, en elegido, en profeta inspirado, el Moisés de México. Corrí a la residencia del obispo. Ya nada era insuperable para mí, Nathalie, pero no era la fe que levanta montañas, era la vanidad que da alas. Y, como correspondía, al acercarme demasiado al sol me quemé las plumas.
Monseñor Zumárraga había llegado al Nuevo Mundo tres años antes. Era un viejo franciscano encorvado, calvo y barbudo, que apenas soportaba el clima y la esclavitud a la que nos reducían sus compatriotas, so capa de evangelización. Había hecho traer asnos de España, para aliviarnos un poco, pero los cardenales madrileños le habían llamado al orden. Sus servidores me dejaron entrar cortésmente, como si me esperaran, y llegué a la conclusión de que les había tocado la gracia de la que estaba investido, aunque en realidad el obispo abría sus puertas, sin distinción, a todos los don nadie.
Me escuchó. O, mejor dicho, me vio representar la escena, la aparición con el efecto luminoso, la construcción de la capilla y los beneficios cayendo sobre todos los peregrinos que tomaban al asalto la colina sagrada donde cantaban unos pájaros desconocidos. Inclinó la cabeza, me bendijo en su lengua y me despidió dándome unas tortas y miel.
Volví a la colina, desengañado, entristecido, con la cabeza gacha. «Todo ha ido bien», me dijo la Virgen, que me aguardaba con su aire sereno. Le mostré las tortas y la miel, me encogí de hombros, reconocí mi fracaso y, en un acceso de rencor, como para reprocharle mi exceso de vanidad, le solté: «Ya ves, yo tenía razón: ¡no me ha creído!». Sin perder su calma, me pidió que volviera a hacerlo a la mañana siguiente. Respondí que no sólo no me había creído sino que ni siquiera me había comprendido. Me dijo que tomara un intérprete y se esfumó ante mis ojos.
¿Qué habrías hecho en mi lugar, Nathalie? Fui a llamar a la puerta de Juan González, un converso como yo, pero de la casta superior y por razones financieras. Sin querer tirar piedras a los de mejor cuna que yo, los indios más ricos habían ofrecido espontáneamente sus servicios a nuestros invasores, para explotar a los más pobres con un mejor rendimiento. No era exactamente el caso de Juan González, que era un poeta y sólo explotaba su talento, pero digamos que los poetas necesitan hacerse oír y ser leídos, y al ritmo en que nos diezmaban los españoles, con sus malos tratos, el pillaje y los microbios, mejor era invertir en su lengua para asegurar la perennidad de nuestra cultura.
Juan González me abrió la puerta, le ofrecí las tortas y la miel y le expliqué la situación. El obispo había recurrido ya a sus servicios de traductor y, juntos, al día siguiente, nos presentamos ante él. Esta vez Zumárraga escucha, incrédulo, conmovido, suspicaz y prudente alternativamente. Hace que me digan que pida a la Madre de Cristo una prueba de su identidad. Prometo transmitir el mensaje y me voy. El retiene a mi intérprete. No me cree, o aún peor, piensa que soy sincero y que una falsa Virgen abusa de mi ingenuidad para ridiculizar la religión católica. Juan González asiente, como de costumbre. El poeta, en su interior, se inflama y sopla en la dirección del viento: me manipulan los secuaces de la diosa-madre Tonantzin, que desean restablecer un lugar de culto en su colina sagrada. El obispo ordena a sus criados que me sigan y me espíen para verlo claro. Los descubro y me digo: muy bien, serán testigos de la aparición y no tendré ya que jugar al intermediario. Reduzco pues el paso, para esperarles, como si nada; paseo, contemplo la vista. Pero pierden mi rastro, pese a lo que podía esperarse, aunque mi gorro puntiagudo se vea de lejos y tome siempre el mismo camino. ¿Era preciso, decididamente, que el milagro se realizara sólo a través de mí?
Como estaba previsto, Nuestra Señora me aguarda en su roca. Le transmito el encargo, me responde que no habrá problema alguno: a la mañana siguiente, cuando vuelva a casa del obispo, tendrá el signo que reclama. Estoy un poco cansado de tanto ir y volver entre la Santa Virgen y su clero, pero me inclino. Sólo que, cuando regreso a casa, encuentro a Juan Bernardino, el anciano tío que me había criado como a un hijo, postrado en el lecho. Corro a buscar un médico que lo examina desde el umbral, a cinco metros. Me dice que tiene la peste, que no es cosa suya y que hay que buscar un sacerdote. Velo toda la noche a mi tío, cuidándole con las plantas que curaban nuestras enfermedades, antaño, antes de que los españoles trajeran las suyas. Cuando sale el sol, está muy mal y pide confesarse; me pongo de nuevo en camino hacia Tlatilolco. Salvo que, esta vez, doy un rodeo para evitar la colina, de lo contrario la Virgen me dará de nuevo la lata con su capilla, y no es el momento. "



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