El juego de ojos (fragmento)Elias Canetti
El juego de ojos (fragmento)

"El desierto que había creado para mí mismo comenzó a recubrirlo todo. Nunca sentí tan intensamente como en aquel momento, tras la catástrofe de Kien, los peligros que amenazan al mundo en que nos encontramos. El desasosiego en que volví a sumirme se asemejaba al anterior, es decir, al desasosiego con que había esbozado aquella Comédie Humaine de la locura; la diferencia consistía en que entretanto había acontecido algo decisivo y yo me sentía culpable. Era un desasosiego que no ignoraba sus causas. De noche, pero también de día, continuaba recorriendo con precipitación las mismas calles. Que pudiera ponerme a escribir una segunda novela, eso no era imaginable, y mucho menos una que perteneciera a la serie esbozada en otro tiempo. Aquel proyecto, de unas dimensiones tan ingentes, había quedado asfixiado por el humo de la quema de esos libros, y esto no había suscitado el menor lamento; en su lugar, todo lo que yo veía ahora, me encontrase donde me encontrase, se hallaba al borde de una catástrofe que podía sobrevenir de un momento a otro.
Cada una de las conversaciones que, al pasar, oía en parte, me parecía una última conversación. Lo que tenía que ocurrir en los últimos momentos estaba ocurriendo bajo una coacción terrible, despiadada. Pero las cosas que les ocurrían a los amenazados tenían una relación íntima con ellos. Ellos eran los que se habían puesto a sí mismos en una situación sin salida. Ellos eran los que se habían esforzado al máximo, del modo más curioso y peregrino, por ser de manera tal que merecieran su ruina. Cada una de las parejas de interlocutores a las que oía me parecía que era igual de culpable que yo después de haber prendido aquel fuego. Esta culpa impregnaba como un éter todas las cosas, nada se libraba de ella, y, sin embargo, los seres humanos continuaban, en lo demás, igual que antes. Conservaban tanto su propio modo de hablar como su aspecto exterior; las situaciones en que se encontraban eran inequívocamente las suyas propias, independientes del hombre que se percataba de ellas y las recogía. Todo lo que éste hacía era señalar un rumbo a aquellas situaciones y rellenarlas con su propia angustia como con una fuerza motriz. Y todas esas escenas, capaces de hacer perder el aliento a quien les diera forma escrita, que él recogía con la pasión propia de quien se percataba de ellas y cuyo único sentido había llegado a ser ese percatarse, acababan en catástrofe.
A toda prisa anotaba aquellas escenas, en letras gigantescas, cual inscripciones en las paredes de una nueva Pompeya. Era como la preparación para una erupción volcánica o un terremoto: uno advierte que está a punto de ocurrir, que va a ocurrir enseguida, que nada puede detenerlo, y lo que hace es poner por escrito algo que ha acontecido antes, algo que las gentes, aisladas en sus ocupaciones y circunstancias particulares, han realizado antes, sin tener el menor presentimiento de la cercanía de su destino, inhalando con su respiración cotidiana la atmósfera de la asfixia, y, justo por eso, respirando —antes de que la catástrofe acontezca realmente— con una respiración más agitada y febril. Una tras otra iba yo anotando en el papel las escenas, cada una tenía existencia propia, ninguna estaba relacionada con otra; sin embargo, todas acababan en una catástrofe violenta, y ésta era lo único que establecía un vínculo entre ellas. Cuando hoy examino lo que de aquellos borradores ha quedado, todo parece haber surgido en las noches de bombardeos de la guerra mundial que aún estaba por llegar. "



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