El último camino (fragmento)Carmen Kurtz
El último camino (fragmento)

"«La muerte —pensaba ella al regresar a su habitación con las primeras luces de la madrugada—, la muerte no es cruel. Si él hubiera muerto entonces, yo le habría seguido».
No fue la muerte. Fue el mal solapado que ataca sin llegar al final. El hombre vivo y postrado, inmóvil, muerto para la vida y vivo aún para la muerte. El mal sin remedio que no es lo suficientemente noble para terminar con uno de golpe. El mal que arruina al más fuerte y le convierte en un ser quejoso, atemorizado e inútil.
Quiso volver al teatro. Los contratos no fueron los de antes ni las condiciones las mismas. Y él, el hombre, estaba celoso. Desde la cama la llamaba, la suplicaba que no le dejara solo.
Entonces se volvió a los suyos, hacia aquella familia extensa a quien había repartido su dinero a puñados, a bulto.
La familia le huyó. «Ya te lo dijimos», era la respuesta. «¿El qué? ¿El qué?», preguntaba ella sobrecogida, incrédula. «Que ese hombre sería tu ruina». Le dieron monedas contadas, haciéndole sentir el peso de la caridad y un día, los echó de su casa, a todos, asqueada desde el fondo de su alma, jurándose a sí misma pedir limosna por las calles antes que acudir a quienes había socorrido.
Vendió muebles y joyas, levantó la casa y vio cómo todo se hundía en médicos y farmacias. Pudo obtener uno de esos trabajos vergonzantes, pagados miserablemente, pero que al menos le permitían quedarse con él, en el pequeño piso, haciéndole compañía.
Los ojos del hombre la seguían por la habitación, como dos perros humildes y buenos. Eran dos ojos infinitamente tristes que suplicaban el perdón de tanta calamidad. Cuando María Eugenia se miraba en esos ojos, sentía deseos de golpear con sus puños el rostro de la muerte y pedirle por favor que se los llevara a él y a ella, allí donde ya no se sufre.
Empezó a salir por las noches, cuando después de la última inyección lo dejaba dormido. Debía ganar el dinero de aquellos pinchazos. Lo dijo el médico: «Vive de milagro. Vive artificialmente. Si no fuera por las inyecciones, no duraba dos días».
Y por aquella vida artificial, se convirtió en María Prisas.
No quiso que nadie la reconociera y se mudaron de lugar. Durante el día, limpio el rostro de polvos y pinturas, parecía una vieja muy digna, muy tiesa para sus años. Los vecinos pobres como ella, la apreciaban y entre ellos encontró intacto el sabor de la caridad.
A eso de las diez, cuando ya nadie circulaba por la escalera y se cerraba el portal de la calle, una extraña mujer salía a mendigar por los barrios del puerto, siempre concurridos.
Se daba prisas para ganar el dinero del día siguiente. Aligeraba para que el hombre dormido no fuera a despertarse y la echara de menos. Debía estar de vuelta antes de que los vecinos la vieran y se extrañaran de su facha. Iba siempre corriendo, pues ausente, lejos de él, temblaba que se le fuera. Y eso no. No sin ella a su lado. Tarde o temprano el hombre la dejaría, pero ella debía estar a su lado. Lo hablaron así muchas veces, en los felices tiempos, cuando se hacían promesas de amor:
—Prométeme —le decía él— que no me abandonarás nunca. Nunca.
Ella reía. Le atontaba con mil nombres cariñosos y por último le recordaba que era mayor, bastante mayor que él y por consiguiente…
—No importa. Quédate a mi lado en ese momento —gemía él, quizá con un remoto presentimiento del futuro—. Tengo miedo.
Prometió aquel día y otros.
Y durante sus rondas nocturnas, cuando se sentía cansada y vieja, próxima a su fin, tuvo miedo de faltar a su promesa.
Entonces lo dejaba todo y volaba a casa, al lado del hombre que la había amado, que la amaba aún con su resto de vida. Debía quedarse cerca de él para que no tuviera miedo. Lo demás no importaba. Cuando llegara el momento tomaría sus manos y le diría: «No tengas miedo. Estoy aquí, a tu lado». Y cuando él cerrara los ojos como un niño bueno que se duerme, ella se daría prisas por seguirle. "



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