La breve vida feliz de Francis Macomber (fragmento)Ernest Hemingway
La breve vida feliz de Francis Macomber (fragmento)

"La esposa de Macomber no lo había mirado ni él a ella, y él se sentó junto a ella en el asiento trasero y Wilson en el delantero. Macomber estiró la mano y tomó la de su esposa sin mirarla y ella había quitado su mano de la suya. Mirando sobre el arroyo hacia donde los porteadores estaban desollando el león se dio cuenta que ella había podido ver todo. Estaban allí sentados cuando su esposa se estiró hacia delante y puso su mano sobre el hombro de Wilson. Él se volteó y ella se inclinó sobre el asiento bajo y lo besó en la boca.
-Oh, vaya -dijo Wilson, poniéndose más rojo que su habitual color bronceado.
-El señor Robert Wilson -dijo ella-. El hermoso y colorado señor Robert Wilson.
Luego se acomodó de nuevo en el asiento junto a Macomber y miró sobre el arroyo hacia donde yacía el león, con sus desnudos antebrazos de músculos blancos y tendones marcados en alto y su abombada panza blanca, mientras los hombres negros le quitaban la piel. Finalmente, el porteador trajo la piel, húmeda y pesada, y se subió atrás con ella, enrollándola antes de subir, y el carro se puso en marcha. Nadie dijo nada más hasta que estuvieron de regreso en el campamento.
Ésa era la historia del león. Macomber no sabía cómo se había sentido el león justo antes de empezar su asalto, ni tampoco durante él, cuando el increíble impacto del .505 con una velocidad en el extremo del cañón de dos toneladas lo había golpeado en la boca, ni qué lo mantuvo avanzando después de eso, cuando el desgarrador segundo disparo había deshecho sus cuartos traseros y él había seguido arrastrándose hacia la cosa aplastante y atronadora que lo había destruido. Wilson sabía algo al respecto y sólo lo expresó diciendo:
-Un león condenadamente bueno.
Pero Macomber tampoco sabía cómo se sentía Wilson con respecto a todo. Ni tampoco cómo se sentía su esposa, excepto que estaba harta de él. Su esposa había estado harta de él antes, pero eso nunca duró. Él era muy rico, y aún lo sería mucho más, y sabía que ella no lo abandonaría tampoco ahora. Era una de las pocas cosas que realmente sabía. Sabía eso, de motocicletas -eso fue antes-, de carros, de caza de patos, de pesca, trucha, salmón y alta mar, de sexo en libros, muchos libros, demasiados libros, de todos los deportes de campo, de perros, no mucho de caballos, de cómo conservar su dinero, de la mayoría de las otras cosas relacionadas con su mundo, y que se esposa no lo abandonaría. Su esposa había sido una gran belleza y era todavía una gran belleza en África, pero ya no era lo suficientemente bella en casa para que pudiera cambiarlo por alguien mejor, y ella lo sabía y él lo sabía. Ella había perdido la oportunidad de dejarlo y él lo sabía. Si él hubiera sido mejor con las mujeres, ella probablemente habría empezado a preocuparse de que él consiguiera una hermosa nueva esposa; pero ella también lo conocía demasiado bien como para preocuparse por eso. Además, él siempre había tenido un alto grado de tolerancia, lo que aparentaba ser su mejor cualidad, pero que era en realidad la más siniestra.
Con todo, comparativamente se los tenía por una pareja felizmente casada, una de ésas cuya separación se rumorea frecuentemente, pero que nunca ocurre, y como escribió el columnista de sociales, estaban añadiendo algo más que una pizca de aventura a su muy envidiado y siempre duradero romance con un safari en lo que se conocía como el África Más Oscura hasta que Martin Johnsons la iluminó en demasiadas pantallas de plata, donde estaban persiguiendo al viejo Simba el león, al búfalo, a Tembo el elefante y también recolectando especímenes para el Museo de Historia Natural. Ese mismo columnista había reportado en el pasado que estaban a punto de romper al menos en tres oportunidades y lo habían estado. Pero siempre se reconciliaron. Tenían una sólida base de unión. Margot era demasiado hermosa para que Macomber se divorciara de ella y Macomber tenía demasiado dinero para que Margot alguna vez lo fuera a dejar.
Eran ahora alrededor de las tres de la mañana y Francis Macomber, que se había quedado dormido poco después de que había dejado de pensar en el león, se despertó y se durmió de nuevo y se despertó súbitamente, asustado en sueños por el león con la cabeza ensangrentada parado sobre él, y escuchando con el corazón palpitante se dio cuenta de que su esposa no estaba en el otro catre de la tienda. Así sabiéndolo yació despierto por dos horas.
Al cabo de ese tiempo su esposa entró en la tienda, levantó el mosquitero y se arrastró perezosamente a la cama. "



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